El arte es inexplicable sin los museos, y hay experiencias dentro de ellos que son inolvidables

Hace 30 años mal contados que mi vida gira alrededor del arte; he entrevistado a los mejores artistas de Colombia –incluso tuve el extraño privilegio de pasar una tarde inolvidable con Débora Arango en su casa en Envigado y dos horas con Fernando Botero en su apartamento en Manhattan– y he escrito de más de un centenar de exposiciones, pero tal vez los momentos más felices los he pasado en las entrañas de dos museos.

En el año 2000 o 2001, en la revista Gatopardo, hice dos reportajes que me marcaron para siempre. El primero fue uno alrededor del Museo del Prado; estuve una semana entrando y saliendo de la mejor pinacoteca del mundo no solo viendo su colección, sino hablando con todos sus empleados y el incesante público que llena sus salas; estuve una hora con el curador de Velázquez, un guardia me contó que en más de una ocasión habían tenido que atrapar a uno que otro niño malcriado con ganas de clavarle un chicle a un retrato del renacimiento y pasé un rato inolvidable con el copista más famoso del museo, pero mi momento inolvidable fue en el taller de los restauradores. Vi más cerca que nunca el Carlos V, de Tiziano, y me contaron los secretos de la restauración de El jardín de las delicias, en medio de la charla, uno de las restauradoras me dijo, “sostén esto aquí”, y me pasó Las tentaciones de San Antonio Abad, del Bosco, antes de que las autoridades en la materia –varios años después– decidieran que no era del Bosco. Total: tuve 30 segundos en mis manos una joya; sentí su marco en mis manos y todas las veces que voy al Prado tengo que ver ese cuadro con más cariño que el resto.

Mi otro gran momento fue en esos mismos años cuando hice un perfil de Guillermo Kuitca en Buenos Aires. Jorge Glusberg era uno de los mayores expertos del artista argentino y era el director del Museo Nacional de Buenos Aires. Glusberg me citó en el museo a las 7 de la noche. El guardia de la entrada tenía instrucciones de dejarme pasar. Glusberg apareció solo unos minutos después y me preguntó si conocía el museo. Era mi primera vez en Buenos Aires y me dijo que, en ese caso, no hiciéramos la entrevista en su oficina. Las luces estaban apagadas.

Y prendió el museo para mí. 

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