Desde las primeras etapas de nuestra educación se nos enseña a leer y escribir como habilidades esenciales, para navegar en el mundo. Pasamos incontables horas perfeccionando estas destrezas, conscientes de su impacto en nuestra vida cotidiana. Sin embargo, en ese meticuloso proceso educativo quedó rezagada una competencia crucial: el arte de conversar.
Conversar, una actividad tan inherente al ser humano, rara vez ha sido objeto de enseñanza sistemática. Algunos pudieron recibir clases de oratoria para hablar en público, pocos han explorado cómo conversar, ese delicado acto de intercambio que va más allá de las palabras. La mayoría asume que, al ser algo “natural”, no requiere atención ni aprendizaje. Pero, nada podría estar más lejos de la verdad.
El poder del lenguaje comenzó a ser explorado en profundidad a mediados del siglo XIX, cuando filósofos como Ludwig Wittgenstein, Wilhelm Von Humboldt y John Langshaw Austin transformaron nuestra comprensión de éste. Para ellos, el lenguaje no sólo era una herramienta para describir el mundo, sino, una fuerza generativa capaz de construir realidades. En palabras de Austin, “el lenguaje es acción”.
Este planteamiento, desarrollado en su teoría de los “actos del habla”, subraya que nuestras palabras generan promesas, solicitudes, declaraciones y afirmaciones. Más allá de su significado literal, configuran nuestra identidad, moldean nuestras relaciones y trazan el camino hacia nuestras posibilidades futuras. En cada conversación se define algo más grande: quiénes somos y cómo nos vinculamos con los demás.
Álvaro González-Alorda, escritor y profesor español, resumió esta idea con precisión: “Nos jugamos la vida en las conversaciones que tenemos y en las que no tenemos”. Cuánta verdad encierran estas palabras. Muchas relaciones se deterioran no por conflictos inevitables, sino por una incapacidad para conversar. Confundimos el diálogo con la imposición, el debate con el grito. En lugar de tender puentes, dejamos que el orgullo y la falta de escucha destruyan conexiones valiosas.
El arte de conversar requiere algo más que hablar. Implica examinar el estado emocional desde el cual interactuamos: ¿rabia, temor, alegría, desagrado? ¿Desde dónde surgen nuestras palabras y qué impacto tienen en nuestras relaciones? Estas son preguntas fundamentales para reflexionar sobre la calidad de nuestras conversaciones y su capacidad para generar armonía y cambio positivo.
Conversar es un arte olvidado, pero esencial. Si lo recuperamos, podríamos transformar nuestras relaciones y la percepción del mundo. Qué bueno sería que nuestros políticos y dirigentes nacionales lo recordaran. Evitando tanta división producto de la falta de conversaciones para construir país. Por ahora, me limito a invitarlos a observar cómo conversan y, sobre todo, a pensar en cómo podrían hacerlo mejor, en beneficio de Colombia, y de todos nosotros.