En Colombia el despojo ha sido obstáculo constante en la lucha por la posesión de la tierra y por defender el territorio. Examinemos la trama en Antioquia.
Para remediar el injusto reparto de la tierra el Oidor ilustrado Juan Antonio Mon y Velarde impulsó allí la colonización de baldíos. Pero desde 1788 intuyó lo que pasaría: su programa de población suscitó quejas de los propietarios rurales por las expropiaciones de tierras en zonas de colonización. A partir de 1789, y durante muchos años tras la Independencia, los colonos sostuvieron pugnas con terratenientes y empresarios territoriales que se atribuían la propiedad de las tierras habilitadas. Los colonos eran mestizos, indígenas, negros y mulatos en busca de oportunidades en regiones bajas para sustraerse a las estructuras coloniales de dominación y predominio social aún persistentes en la República.
Los empresarios territoriales se dedicaban a comercializar la agricultura, a la ganadería y al acaparamiento de baldíos; tenían riquezas y poder político; se esforzaban por constituir derechos privados de propiedad sobre grandes superficies, y, para solucionar sus necesidades de mano de obra y hacerse a la propiedad inscrita de la tierra, decidieron desposeer a los colonos y convertirlos en peones en las tierras que estos habían limpiado. A los desposeídos les tocó recurrir a varias formas de resistencia. Los terratenientes y empresarios interpusieron demandas contra los colonos con base en cédulas reales de asignaciones de baldíos que venían de la Colonia, más escrituras y más y más papeles enfrentados a la palabra oral de los colonos que no disponían de dichos mamotretos coloniales. Alejandro López describió este asunto en Problemas Colombianos, (1924), como “Una lucha sorda entre el papel sellado y el hacha; entre la posesión efectiva de ésta y la simplemente excluyente de aquél”.
James Parsons, en La colonización antioqueña en el occidente de Colombia, (1949), investigó el tema y Luis Eduardo Nieto Arteta lo hizo también en El café en la sociedad colombiana (1958). Ambos afirman que significó la democratización del reparto de la tierra en Antioquia, al predominar los pequeños propietarios.
En 1988 Catherine Legrand publicó Colonización y protesta campesina en Colombia 1850-1950, que se ocupa de nuestro conflicto agrario y de su desarrollo en la violencia de la década del cincuenta como antecedente de la Ley 135 de 1961, y de las limitaciones para su aplicación. Allí desvirtúa mitos presentes en los trabajos de Parsons y Nieto: no hubo democratización de la propiedad rural pues los colonos sólo pudieron hacerse al 17% de la tierra, y a mediados del siglo XIX el 75% del territorio del país se constituía de baldíos concesionados por los gobiernos a particulares. Por tal las dimensiones reales del fenómeno colonizador deberían abarcar todas las tierras bajas y de vertiente en Colombia para superar mitos sobre los orígenes exclusivamente coloniales del latifundio actual.
Hoy el despojo continúa. Los expropiadores son las multinacionales y los propietarios de agroindustria, con frecuencia socios. En Colombia, segunda en biodiversidad en el mundo, el 40% del territorio está concesionado o en solicitud por transnacionales mimadas por la Confianza Inversionista, la Locomotora Minero-energética y los TLC para proyectos de minería, hidrocarburos o energéticos. Las comunidades afrodescendientes, aborígenes y campesinas son las perjudicadas por el deterioro ambiental, socioeconómico y cultural causado por estas empresas, y de sus territorios proviene, por obra del paramilitarismo, el 87% de los desplazamientos. Es el coletazo agónico del capital transnacional contra el género humano y la naturaleza. A defender el territorio llaman Matambo y Mirthayú en resistencia contra cipayos y fusileros que en El Quimbo despojaron a las familias y convirtieron a los pescadores en pescados.