El insoportable peso de la codicia

Nunca pensé dialogar con un joven sicario del Catatumbo, todavía menor de edad. Un habitante de la Colombia profunda, sin remoquete partidista,   ni protegido por monsergas redentoras. Un damnificado de la codicia humana.

Indagué su razón para matar en vez de trabajar. Contundente su respuesta: “El único trabajo que hay en el campo es el de matar gente”

Pero… ¿es un trabajo criminal? “Pero abunda mucho esa vuelta. Asesinar se ha vuelto una profesión bien pagada. Contratan gobernadores, alcaldes. Matar es una estrategia, nosotros solo hacemos en el trabajo sucio”

Y ¿no era mejor estudiar? “En el campo no hay maestros para estudiar, ni escuelas donde estudiar. Solo hay grupos armados que enseñan cómo matar”.

Y agrega: “Tampoco hay tierra para trabajar. Toda la tierra es ajena. Los dueños la defienden a plomo limpio”.

¿Usted ha sembrado coca? “No. Yo me gano la vida borrando gente. Y aun cuando la competencia se ha puesto dura, no faltan los encarguitos. Mi viejo sí siembra coca. Le va mejor, le pagan con cash. Él solo se preocupa por sembrar. Sería un loco si sembrara maíz o yuca. No le pagarían lo mismo. Tampoco hay carreteras, y si las hubiese, los intermediarios se comerían las ganancias”.

“En el campo ya no hay oportunidades. No era como antes según el abuelo, siempre había posibilidad de cultivar alguna cosa. Los hijos de campesino solo tenemos tres posibilidades: la coca, el sicariato o la prostitución para las mujeres”.

¿Alguna diferencia con los guerrilleros? “Ninguna. Los de abajo somos lo mismo, nos pagan por matar. Los de arriba sí hacen alguna diferencia, pero solo por política…”

Y mientras el sicario discurría, vino a mi memoria el peso de la codicia humana. La de jefes guerrilleros o pandilleros, la de bandas comunes o del Estado como el gobernador de Santander del Norte. Codiciosos delincuentes tercermundistas, los Arana de la coca. Los mayores residen el primer mundo lucrándose con la miserabilización de campesinos colombianos.

Vino la peor de las codicias, la del latifundista colombiano, propietario eunuco de riquísimas tierras solo para halagar el ego de poseedor. Depravación humana, origen de 200 años de guerras colombianas por tanta miseria nacional. Poderosos desviados mentales paseándose por Senados y Fiscalías, codeándose con grandes capitales financieros y empresariales, nacionales e internacionales. Sus insaciables codicias siembran de jóvenes sicarios los paisajes campestres y citadinos de Colombia.

Vinieron a mi memoria versos de Vallejo: “Un banquero falsea su balance / ¿Con qué cara llorar en el teatro?”. “Alguien pasa contando con sus dedos / ¿Cómo hablar del no-yó sin dar un grito?”.

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