El libro, ese artefacto genial

“…pero este artefacto (el texto o libro) sólo funciona con un lector que es quien pone en marcha, con el mecanismo mágico de la lectura, todo lo que las palabras pueden dar. En realidad el que hace funcionar o no un texto es el lector. (Jaime Correas, citando a Borges en entrevista con “El Espectador”, febrero 23 d 2014, p. 39).

Muchos de quienes nos consideramos buenos lectores estamos perplejos ante la realidad de la dura lucha que por su pervivencia sostiene el libro físico con el paralizante monstruo de las pantallas, del e-book. Frente a predecir cuál será al resultado de esta contienda, hay opiniones diversas que van desde la de Jorge Volpi, para quien es inexorable e inminente la desaparición de las librerías y de las bibliotecas reales (citado por Vargas Llosa en La civilización del espectáculo, p. 205), hasta la de los que creemos que pese a todos los espectaculares desarrollos de la tecnología digital, a las acuciantes exigencias de esa sociedad del espectáculo, a las asfixiantes imposiciones de la economía liberal, el libro real es insustituible y, por tanto, pervivirá. Porque posee algunas características que lo hacen un artefacto más cercano al hombre, a sus deseos, a sus afectos, a sus sentidos, a sus necesidades y a sus sueños.

Mi vista es incansable en un texto físico, pero en el texto que aparece en la pantalla no soporta más de una hora de lectura. Cuando leo un libro físico siento un bienestar general, una sensación placentera; cuando lo hago en uno digital, la sensación es de cansancio, de exceso de esfuerzo, de malestar, y después de determinado tiempo empiezo a ver estrellas.

El libro físico está más próximo a mí: lo recorro, lo hojeo, lo ojeo, subrayo, escribo acotaciones en sus márgenes, vuelvo atrás, salto adelante, lo acaricio, lo siento casi parte de mí. El texto virtual lo percibo lejano, incluso amenazante, arisco, intocable, inasible.

Como lo señala Vargas Llosa, a quien angustia la posibilidad del cambio del libro de papel al libro electrónico, “algo de la inmaterialidad del libro electrónico se contagiará a su contenido, como le ocurre a esa literatura desmañada, sin orden ni sintaxis, hecha de apócopes y jerga, a veces indescifrable, que domina en el mundo de los blog, el Twitter, el Facebook y demás sistemas de comunicación a través de la red…” (Ibídem, p. 205).

Es innegable que se han cerrado librerías que alumbraron con su luz bienhechora a decenas de generaciones, es casi seguro que pese al aumento demográfico haya disminuido el número de libros físicos que circulan; es verdad que han salido de circulación muchos periódicos que marcaron hitos en nuestras sociedades. Y ello, en parte por los desarrollos de la cibercultura, pero también por las exigencias de la globalización (llámese monopolización) de la industria editorial. Las librerías se encerraron en los centros comerciales después de eliminar por la vía expedita de la competencia “leal” y de la mano de las megaeditoriales a las librerías que se empecinaban en sobrevivir. Así se han cerrado a lo largo del mundo centenares de expendios de libros.

Otro incuestionable fenómeno de inmensa gravedad es el que el Nobel Peruano denomina la banalización de la cultura, ocasionado por el desarrollo de las pantallas, que termina por asestar un rudo golpe al libro de la Galaxia Gutenberg. A la poesía, por ejemplo, puede extendérsele acta de defunción: ya no aparece sino en los efímeros festivales, que la presentan como un espectáculo, y en los escasos y precarios concursos en los que se otorgan premios discutibles y se editan unas obras que terminan su vida estéril en las catacumbas de las bibliotecas oficiales (Quienes intentamos hacer poesía de otra manera sufrimos la dolorosa frustración de ver nuestra obra conocida apenas en nuestros estrechos círculos familiares y de amistad).

Pero el libro físico no puede morir, no va a morir, va a perdurar. Además, porque el cerebro humano lo requiere para seguir ejercitando sus procesos mentales más complejos, aquellos procesos sin los cuales esas áreas de la neo-corteza (que tantos millones de años necesitó para formarse), sufrirían la más deshumanizante y dolorosa atrofia.

  

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