El despelote en las calles y carreteras de Colombia es gracias a la gran mayoría de motociclistas que recorren las vías en todo el país de forma irresponsable, de unas proporciones absurdas. En cada esquina son protagonistas de un caos que no solo congestiona vías. Se suben a los andenes, se cruzan de lado a lado sin cuidado alguno, atravesándose sin mediar cautela, al ritmo y velocidad que ellos quieren. Pero además se pasan los semáforos y, por ende, ponen en riesgo la vida propia y la de los demás.
Desafortunadamente este desorden, termina siendo el reflejo de nuestra sociedad, que, en su conjunto, parece haber olvidado el valor de respetar las reglas de convivencia y simbolizan un patrón profundamente arraigado: la falta de respeto por lo colectivo. Así como muchos justifican sus maniobras riesgosas argumentando “yo tengo afán”, otros justifican saltarse normas sociales con excusas como “así lo hace todo el mundo”. Esta lógica absurda, donde el beneficio personal está por encima del bien común, es un cáncer que se manifiesta en otros ámbitos: filas que no se respetan, impuestos que no se pagan, leyes que se evaden.
Las preguntas que debemos hacernos todos es, ¿de dónde surge este desprecio por las normas? ¿Por qué hemos llegado al punto de justificar el caos en lugar de combatirlo? En gran medida, la raíz del problema está en una cultura que premia la astucia sobre la honestidad, que glorifica la “viveza indígena” como sinónimo de inteligencia, y que ve las normas como obstáculos, en lugar de herramientas para garantizar el orden en una sociedad. Debemos entender que, si queremos construir una más ordenada y justa, es necesario empezar por algo tan simple y poderoso como el respeto a las normas. Y desafortunadamente el moto-ejemplo contrasta nuestros anhelos, con la dura realidad.
Sé que el panorama es dantesco, pero no irreversible. Así como el motociclista puede elegir detenerse en el semáforo o ceder el paso a un peatón, nosotros, como sociedad, podemos decidir transformar nuestra relación con las normas. Esto requiere un cambio profundo en la mentalidad colectiva, donde la educación, como lo he dicho en otras columnas, sumada al ejemplo sean pilares de una verdadera transformación. Educar no solo desde las escuelas, los hogares y las instituciones, para fomentar una cultura de respeto y responsabilidad, sino también desde las empresas privadas y desde el gobierno de lo público.
El problema es que falta voluntad e interés y por eso seguimos en lo que estamos. Lamentable