“En aquel tiempo, Juan, que había oído en la cárcel las obras del Mesías, le mandó a preguntar por medio de sus discípulos: “¿Eres tú el que ha de venir o tenemos que esperar a otro?”. Jesús les respondió: “Id a anunciar a Juan lo que estáis viendo y oyendo: los ciegos ven y los inválidos andan; los leprosos quedan limpios, y los sordos oyen; los muertos resucitan, y a los pobres se les anuncia la Buena Noticia. ¡Y dichoso el que no se escandalice de mí!”. Al irse ellos, Jesús se puso a hablar a la gente sobre Juan: “¿Qué salisteis a contemplar en el desierto, una caña sacudida por el viento? ¿O qué fuisteis a ver, un hombre vestido con lujo? Los que visten con lujo habitan en los palacios. Entonces, ¿a qué salisteis? ¿A ver un profeta? Sí, os digo, y más que un profeta; él es de quien está escrito: “Yo envío mi mensajero delante de ti, para que prepare el camino ante ti”. Os aseguro que no ha nacido de mujer uno más grande que Juan; aunque el más pequeño en el reino de los cielos es más grande que él”.» (Mateo 11,2-11).
Padre Elcías Trujillo Núñez
Este tercer domingo de adviento resalta una de las más importantes características que deben definir a un cristiano: la alegría. Jesús se presenta como la Buena Noticia, que produce un gran gozo en quien la recibe. El Evangelio es una experiencia de alegría, de gozo y de positividad. No hablo de la alegría plástica y falsa que vive la sociedad de consumo actual, que solo ofrece ocio y entretenimiento y diversión. Tampoco hablo de la alegría natural que se deriva de que las cosas nos salgan bien. O de la alegría tonta de quien no se entera de la vida y la vive de forma inconsciente o irresponsable. Hablo aquí de la alegría de compartir los dones y talentos que hemos recibido de la bondad de Dios, la alegría de ser solidarios con el pobre, de valorar las cosas más sencillas que nos rodean, de dar vida a los que están como muertos en nuestra sociedad, la alegría de hacer andar a los cojos de alma y de espíritu, la alegría de transmitir luz a quienes ya no ven la hermosura de la creación, la alegría de hacer brotar la esperanza en medio del pesimismo, la alegría que nace de lo más esencial del Evangelio de Jesús que hoy es proclamado ante Juan el Bautista, el embajador plenipotenciario del Padre para dar a conocer a su Hijo ya presente entre los hombres.
Él se preparó en el desierto templando su voluntad, para no doblegarse ante nada y ante nadie, porque él anunciaría a todos los hombres: “Ya está entre ustedes al que están esperando. No sigan esperando más. Ya está entre ustedes el que los bautizará con el Espíritu y con el fuego”. Y se puso a la obra, comenzó a predicar en pleno desierto y las gentes lo buscaban. Eligió a varios discípulos que serían también sus colaboradores. Las multitudes lo asediaban, se dejaban bautizar y confesaban sus pecados. Les hablaba con palabras rudas que, ponían a cada oyente entre la espada y la pared. Hasta que un día las gentes llegaron a preguntarse si el mismo Juan Bautista no sería el enviado del cielo, el Mesías, el Salvador. Pero fue tan grande en su humildad, que supo ser sincero con sus gentes para decirles que no, que él no era el enviado.
También llego la hora de la verdad, pues a causa de su lengua larga, de su defecto de decir a cada quien sus verdades, tuvo que toparse con el Rey Herodes, que vivía de manera disoluta, y éste envió al Bautista a la cárcel, y posteriormente lo mando matar, movido por su vanidad y orgullo.
Por eso sorprende que el Bautista ya en la cárcel, hubiera mandado a dos de sus discípulos con una embajada muy extraña: ¡preguntarle al Mesías si él era el enviado o habría que esperar a otro! ¿Cómo era posible que, habiendo dedicado toda su vida a darle a conocer, al final de su vida, poco antes de ser asesinado hubiera dudado de la legitimidad del Cristo el Salvador? Pero Juan Bautista no estaba despistado, sino más bien, para que sus discípulos no estuvieran celosos del nuevo predicador, del que ahora continuaba esta labor de anunciar la verdad y para cuando él se alejara de este mundo, quizá pudieran sus antiguos discípulos ser desde entonces también discípulos de Cristo Jesús.
Continuemos el camino del Adviento y seamos en esta semana verdaderos misioneros y testigos de la alegría que da Dios y de la alegría que sentimos al compartir. Digamos al mundo con nuestro propio ejemplo, que no hace falta tener muchas cosas para ser feliz, al contrario, que la felicidad está precisamente en vivir de forma sencilla y solidaria. Y no nos quedemos con esa alegría en nuestro interior, se nos ha dado para contagiarla y transmitirla. Convenzámonos de que el mundo de hoy necesita más que nunca de esta alegría sana, sencilla y verdadera.
En nuestras manos está el hacer que las antiguas profecías tengan cumplimiento en nuestros días, y podamos tener una Navidad en paz, en sosiego y en la alegría, en la profunda alegría del corazón.