Enroque: En el juego del ajedrez, movimiento defensivo en que el rey y la torre del mismo bando cambian simultáneamente su posición.
Los que vivimos el juego de las elecciones de hace cuatro años muy seguramente entenderemos algunas movidas reiterativas que se presentan en esta campaña presidencial.
Primero, un patriarca populoso que goza de una amplísima aceptación social. Este, agitando la única bandera, y parece, el único argumento que tiene para asegurarse el convencimiento de la gente, va de plaza en plaza, de pueblo en pueblo, pregonando voz en cuello las tesis de su muy devaluada proclama política. La gente lo aplaude. Su figura es suficiente para que cientos de personas, obnubiladas por los sofismas que su pasado gobierno inspiró, se acerquen a las municipalidades y armando un desabrido jolgorio reciban, acojan, disfruten y despidan esa imponente caravana victoriosa. Segundo, un pueblo con necesidades, un panorama de inseguridades, miedos, desesperanzas y desigualdades. Tercero, un conflicto bélico incesable, muertos, ataques, diálogos lentos y pareciere infructuosos, protestas y mentiras. Y cuarto, un peón al servicio del patriarca, un figurín manejado por las cuerdas ideológicas del ventrílocuo que habla sin mover los labios, pero que todos saben, es el dueño y señor del monólogo teatral.
Ese peón del juego de ajedrez es la pieza clave para la movida del rey. Y no es torre, es peón. Solo va para adelante, no puede moverse a los lados pues dañaría todo el proyecto. Y con él el rey se enroca. Lo utiliza solamente para poder esquivar las jugadas que contra él se atestan en el tablero y lo hace por solo un motivo: no quiere perder el control del juego.
El peón que puso hace cuatro años le desdibujó todo el esquema. Y solo, sin participar en los planes del patriarca, decidió por su cuenta aventurarse en una partida incierta. Pasó a enfrentar el bando al que antes defendía. Su avance ha sido malo, pero le apuesta a algo distinto. Es tiempo que se haga a un lado y permita que otro replantee y ejecute la única idea rescatable de su juego: conseguir acordar el fin del conflicto armado.
Mientras tanto el patriarca, embelesado por su idea insosegable de gobernar, e impotente de poder delegar sus banderas autónomamente a otra ficha, porque no es un líder con ideas, es un monopolista que se vale solamente de su imagen, un jefe monotemático; decide valerse de otro peón, finamente seleccionado de entre los que tiene en el tablero, para continuar jugando su partida.
Pero a diferencia de hace cuatro años, el peón que hoy utiliza no es por él mismo una pieza mala, aunque sí una ficha sin fundamento, sin carácter, sin poder de decisión en el juego, y eso de por sí ya la hace desechable.
Mientras todo pasa, hay quienes esperamos que se cambien los patrones del juego. Se saquen las cosas buenas, si es que las hubiere, y se empiece de nuevo. Ya sin patriarcas y sin peones, ojalá solo reyes libres que hagan que valga la pena ver y adentrarse de nuevo en otra movida, con nuevos toques maestros y quiera Dios, sin enroques sucesivos que hagan aburrida, tediosa y totalmente execrable la partida.