Sin ningún afán, a paso lento y con un gran carácter ‘El Poira’ caminó uno a uno los rincones de la ciudad de Florencia. Este hombre de mediana estatura, de piel arrugada, con una vista blanca y perdida en el horizonte a veces generaba temor y a otras admiración. Él, un caminante incansable, siempre cargaba amarrada a su cabeza y descolgando en su espalda un costal en el cual llevaba sus pertenencias y ‘riquezas’ que recolectó en su diario transcurrir por los rincones florencianos.
Apoyado de un bastón siempre recorrió las calles y los parques sin importar si hacía sol o caía un torrencial aguacero. A este hombre de avanzada edad nunca se le vio cansado o fatigado y siempre andaba con porte de militar, recordando en voz alta al general Rojas Pinilla, insultando a ‘madrazo’ limpio a “las ratas del gobierno”, con la amenaza, además, de que los iba a mandar a fusilar a todos.
Muchos lo veían como un loco demente cuando llegaba a la plaza de mercado, a la plazoleta de la alcaldía o la gobernación a pregonar sus discursos, sin embargo lo único que él hacía era ‘retroceder el casete’ y empezar a contar sus historias, esas que al parecer vivió en carne propia y que un día sin darse de cuenta perdió y lo dejaron prácticamente en la calle, únicamente con la ropa que llevaba puesta.
El Poira, dio discursos a veces como comandante militar y otras veces como gobernante, y si alguien le ‘copiaba’ su locura dictaba decretos de ‘comuníquese y cúmplase’, “ordenando que de la finca del río saquen los mejores novillos para que le den carne a la gente pobre, que todo el mundo coma”; así recuerdan algunas personas a este hombre, quien se convirtió en el icono de la ciudad, en una gran leyenda.
SU NOMBRE ERA PABLO
Según cuenta Rubén Darío Polo Sierra, capitán de navío del Ferry Marcopolo, El Poira tenía por costumbre llegar a Puerto Arango a hacer revisión porque los chusmeros estaban cerca y todo debe estar en orden. Cómodamente se apoderaba del kiosco en el muelle y allí, compartiendo una taza de café, en medio de sus lagunas y elucubraciones mentales que le llegan por chispazos, contaba que su nombre de pila era Pablo Antonio Jiménez Espinosa. Que sus padres lo trajeron de Calarcá, Quindío, a San Vicente del Caguán cuando apenas tenía siete años, luego trabajó con la viuda Aros en la empresa de trasportadores viajando por el Caguán a Tres Esquinas, pero que también prestó servicio militar en Venecia siendo sargento retirado en el gobierno de Rojas Pinilla.
El Poira, con una mirada ya perdida en el horizonte de la vida, seguía hablando que vendió bestias y leña, y que trabajó como ayudante en los carros, que aprendió a manejar pero eso no le gustó. Que tuvo novia, que tuvo hijos con una campesina pero que se murieron en los Llanos del Yarí en manos de los chusmeros.
En medio del ofrecimiento de otra taza de café, Pablo alguna vez contó que le decían El Poira porque estuvo mucho tiempo pescando con atarraya en el río y bajando leña en balsa pero que nunca aprendió a nadar.
Hay quienes lo recuerdan pregonando sus discursos en los que manifestaba que los políticos, los ricos y los desmadrados no hacían las cosas como el general Rojas Pinilla y sentenciaba con llevar a los más profundo de los infiernos a los ladrones para que se “quemaran en la paila mocha”.
Se sentía libre en la calle. Con sus trapos sucios y viejos generaba miedo en los niños, quienes por hacerlo enfadar a este anciano se burlaban de él.
El Poira murió pero quedará en la memoria histórica de los habitantes de la capital
caqueteña.
Su nombre de pila era Pablo Antonio Jiménez Espinosa.
Durante gran parte de su vida caminó las calles de Florencia.