Elegir a Dios para contemplar la grandeza del amor

Cuando los fariseos oyeron que había tapado la boca a los saduceos, se reunieron, y uno de ellos, experto en la ley, le preguntó para ponerlo a prueba: –Maestro, ¿cuál es el mandamiento más importante de la ley? Jesús le contestó: –Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente. Éste es el primer mandamiento y el más importante.  El segundo es semejante a éste: Amarás al prójimo como a ti mismo. En estos dos mandamientos se basa toda la ley y los profetas.»  (Mateo. 22,34-40).

Padre Elcías Trujillo Núñez

Este domingo, día del Señor, el Evangelio nos manifiesta la ley fundamental de nuestra vida cristiana: el amor a Dios y el amor al prójimo. Como seguidores de Cristo, sabemos muy bien que nuestra vida cristiana, está orientada hacia el amor. Sólo el amor hace grande y fecunda nuestra existencia y nos garantiza la salvación eterna.

Para los judíos, el primer mandamiento superaba infinitamente el segundo y se practicaba por separado de él. Tenían un sentido muy profundo de la trascendencia de Dios y de sus derechos. Jesucristo no niega el primer mandamiento, pero inquieta y rebela a sus correligionarios por la forma con que lo cumple: sirviendo al hombre. Y si preguntamos a uno que se autoproclama cristiano cualquiera: ¿Cuál es el gran mandamiento de Cristo, su mandamiento nuevo? No nos responderá: el amor a Dios. Sino que nos dirá: “ama a tu prójimo como a ti mismo”. Sin embargo, ese mandamiento no tiene nada de nuevo; se encuentra ya en el Antiguo Testamento. ¿En qué consiste, entonces, la novedad que Jesús imprime a estos antiguos mandamientos? Lo nuevo es que Cristo ha unido inseparablemente a estos dos mandamientos: El amor verdadero a Dios es un amor verdadero al hombre. Y todo amor auténtico al hombre es un amor auténtico a Dios. Ésta es la gran novedad de la encarnación. Ya no estamos divididos entre dos amores. Ya no tenemos por qué quitarle al hombre un poco de nuestro tiempo, de nuestro dinero, de nuestro corazón, para dárselo a Dios. Dios no es un rival del hombre. Todo lo que se hace al más pequeño de los hombres, se le hace al mismo Dios. Por la Encarnación, Dios se ha hecho hombre, Dios se ha solidarizado con todos los hombres; Dios y el hombre son inseparables.

La novedad del Evangelio es la divinización del hombre y la humanización de Dios. Esto significa que la oración, el culto litúrgico, el servicio a Dios en las Comunidades de Evangelización, los Movimientos de Apostolado y Ministerios Parroquiales, no tienen ningún valor si no expresan y alimentan una caridad auténtica, es decir, un servicio práctico y directo al hombre. El signo en que se reconocerá que somos discípulos de Cristo es que amamos a nuestros hermanos.

Lo que pasa es que el amor a Dios separado del amor al hombre se presta a muchas ilusiones. Se puede creer en Dios y no amar a los hombres, como el sacerdote y el levita de la parábola del Buen Samaritano que muchas veces hemos escuchado. O como los fariseos que creían servir a Dios cuando crucificaron a Jesús.  Es muy importante también recordar hoy, aquella palabra de San Juan: “El que dice que ama a Dios, a quien no ve, sin amar a su hermano, a quien ve, es un mentiroso (1 Juan 4,20). O pensemos en aquella impresionante visión del juicio final en el Evangelio de San Mateo; el juicio final no se basará en la cantidad de nuestras comuniones, de nuestras misas dominicales, de nuestras prácticas religiosas, sino en nuestra conducta para con los hermanos. No seremos interrogados sobre lo que hemos hecho frente a Dios, sino sobre lo que hemos hecho frente a los demás.

El juez divino va a decir: “En verdad os digo que cuando lo hicisteis con uno de estos mis hermanos, conmigo lo hicisteis” (Mateo 25,40). San Agustín, en uno de sus escritos, habla muy claramente en el mismo sentido: “La caridad fraterna es la única que distingue a los hijos de Dios de los hijos del diablo. Pueden todos hacer la señal de la cruz, responder amén, hacerse bautizar, entrar en la iglesia, edificar templos. Pero los hijos de Dios sólo se distinguen de los del diablo por la caridad. Podemos tener todo lo que quiera; si me falta el amor, de nada me vale todo lo demás.” Los primeros cristianos se llamaban sencillamente hermanos. Tenían un solo corazón y una sola alma, esto nos lo afirma y lo asegura el libro de los Hechos de los Apóstoles. Hasta los paganos exclamaban: “Mirad, como se aman”.

Es el elogio mayor que se puede hacer de una comunidad cristiana. Pero no sé si los paganos de hoy pudieran decir lo mismo de todos nosotros los que nos llamamos cristianos. Sin embargo, el milagro que necesita nuestro tiempo, el milagro para el cual nuestro mundo está abierto, es el milagro del amor y de la fraternidad de los cristianos. Querido lector, que este milagro tan anhelado no fracase por falta o culpa nuestra.

Nota: No perdamos hoy la esperanza de elegir a conciencia los mejores. Recuerde que los politiqueros reducen la política al tiempo de elecciones. Después se descuidan de sus electores. Que los elegidos no olviden el compromiso adquirido con sus pueblos, de compartir su destino y buscar concertadamente y de forma integral, con todas las fuerzas vivas las soluciones a los grandes problemas de nuestras comunidades.

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