Fiesta y riesgo

Las seis víctimas mortales por los confusos hechos en un bar ilegal de la zona de Restrepo, en Bogotá, reflejan un fenómeno peligroso que no es nuevo y que guarda estrecha relación – vaya paradoja – con las medidas policivas que buscan justamente frenar los delitos asociados al licor y las rumbas a altas horas de la noche.

Los trágicos resultados de una situación irregular de rumba y los aparentes excesos de un procedimiento policial, ponen la mira en la convivencia ciudadana, la seguridad dentro de sitios de aglomeración y la efectividad de las acciones de la Policía y otras autoridades para el control de los mismos.

Esas medidas nacieron y se fortalecieron a raíz de las políticas denominadas de “zanahoria”, que implementó el entonces alcalde de Bogotá, Antanas Mockus, con visibles resultados en disminución de homicidios, riñas, lesiones personales y accidentes de tránsito, pero que trajeron de inmediato el esguince legal con los bares y discotecas enmascarados como clubes sociales. Hecha la ley hecha la trampa, dice el adagio con el cual se amparan los que violan las normas a través de atajos, triquiñuelas y maniobras irregulares con el fin de mantener el negocio de la noche. Lastimosamente, al ritmo en que otras alcaldías copiaban el exitoso modelo de la “hora zanahoria”, los atajos se multiplicaron por doquier y hoy no hay pueblo ni ciudad que no tenga registrados supuestos clubes sociales, cuyos socios no son más que los que paguen el “cover” correspondiente para seguir al ritmo desenfrenado del licor y el desorden hasta el amanecer.

Neiva y otras localidades del Huila no son ajenas a este peligroso fenómeno, que hasta ahora continúa y pese a que se conocen, no ha sido posible desactivarlo puesto que los supuestos clubes se asumen legalmente como zonas privadas, no establecimientos abiertos al público, para burlar la ley. Y no operan incluso en el centro de la ciudad, permitiendo además, el ingreso de menores, la venta de alcohol y otras sustancias. Y no pasa nada.

Es claro que se trataba de un hecho anormal, ilegal, en un sitio apenas adecuado para beber y bailar, sin dejar de lado los posibles excesos de la autoridad, que corresponderá determinar a las instancias pertinentes. Pero no se pueden amparar olímpicamente en este aspecto los dueños del establecimiento, ni los que allí entraban a sabiendas de la ilegalidad, para alegar que nada malo estaban haciendo. Y se abre también la discusión – como siempre pasa en Colombia después de una tragedia – acerca de las condiciones de seguridad de estos sitios y del control y supervisión que deben hacer las autoridades locales y municipales. Si se hace una juiciosa revisión no solo de estos supuestos clubes sino de todos los establecimientos abiertos al público, se encontrará con seguridad que el grueso de ellos no cumplen los estándares mínimos y que la gente, literalmente, ingresa allí bajo su propio riesgo.

Más que el conflicto armado, que tiene un evidente trasfondo político y económico, es evidente que lo que más aporta a las cifras de criminalidad en Colombia es el desorden ciudadano.

“Los supuestos clubes se asumen legalmente como zonas privadas, no establecimientos abiertos al público, para burlar la ley”.

Editorialito

El Atlético Huila cayó 1-0 frente al Deportes Tolima el domingo pasado, ubicándose en la cola del torneo junto con Cúcuta y Quindío. Grave.

Nada que levanta cabeza. Los propósitos de enmienda parecen que están lejos de cumplirse. Nuevamente el fantasma del descenso nos acecha. El tiempo se agota. Y lo peor: no se puede ceder terreno. 

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