Huertas y una tertulia sobre el expresionismo 

Un buen día Segundo Aristides Huertas Torres (Piura -Perú-, 1 de junio de 1959) decidió aplacar a los ángeles puritanos y alborotar sus demonios terrenales. Desde que se aventuró por el arte, empezó en Vegalarga -Corregimiento de Neiva-, su verdadera pasión hacia el mundo real.

Olmedo Polanco

Menos es más. Así debe ser la composición en el retrato como género artístico de la fotografía. El taller está poblado de lienzos, pinceles, aceite de linaza, pinturas y textiles impregnados de disolventes aún olorosos. También hay libros, revistas, marcos de madera, lápices, juegos de espátulas, caballetes y más pinceles. Demasiados elementos en el ambiente retan las reglas del orden tradicional. En consecuencia, no es fácil retratar al artista Segundo Aristides Huertas Torres, aunque en esencia, los objetos dispersos en los espacios proyectan su oficio. 

Huertas no es de baja estatura, como el promedio de sus paisanos. Destacan dos caminos pronunciados en su frente amplia. Rostro trigueño, nariz ancha, cuello grueso, manos robustas y dedos rechonchos. Sus ojos oscuros se parapetan detrás de párpados a mitad de camino. Mirada entre profunda y contemplativa, aunque delatora. Labios de tono ‘morado canteño’ como el color de la chicha de su altiplano. La boca apenas define un boceto cuando sonríe. Heredó la paciencia de su madre Lucrecia, y el temperamento reposado de su padre Aristides. En síntesis, ¡el maestro es peruano! “Huertas es tan peruano como las cholas que pinta”, comenta el artista Álvaro Gasca Coronado, uno de sus mejores amigos. El comentario indica una categoría social que refiere a las mujeres mestizas con marcado origen indígena. “Sus damas peruanas adornan salones de reunión y salas familiares en Neiva y otros espacios de las américas y Europa”, escribió el historiador Reynel Salas Vargas, para referir, inicialmente; el recibo de la obra entre la élite local.

Huertas estudió Lingüística y Literatura en la Universidad Surcolombiana. Los profesores Luis Ernesto Lasso y Jorge Elías Guebelly, acogieron al migrante de los Andes en los años 80. La señora Bertha González de Navarro lo acercó a la élite neivana que se interesó por su obra. Foto: Olmedo Polanco.

Unas pinceladas para asomarnos a la obra

“Admiro a Huertas y su entrega total al oficio del color y de la forma”, ha dicho el poeta Yesid Morales Ramírez (Garzón (Huila), 5 de noviembre de 1945).

A simple vista, la apuesta estética del peruano podría percibirse como figurativa, pero no realista. Sin embargo, aquella percepción apresurada dura poco en el ambiente, porque el mismo creador la borra de tajo. “Soy artista del expresionismo latinoamericano”, aclara. “Es una vanguardia de origen europeo que nació en Alemania, en el contexto histórico de la Primera Guerra Mundial”, riposta el gestor cultural (ya pensionado) Guillermo González Otálora (La Plata (Huila), 25 de marzo de 1956). Dicho lo anterior, pide a la dependiente otra ronda de cervezas. La mujer atiende el pedido y toma distancia de la conversación callejera en la sombra. 

Es una tarde calurosa y los contertulios ocupamos una de las mesas dispuestas debajo de un tamarindo, en el espacio peatonal, sobre el costado Occidental de la Carrera Quinta en Neiva. Al lado de una dependencia que tramita pensiones, para más señas. 

¡De concepción naturalista el retrato que pinté en una fiesta de San Pedro a la reina popular, dibujado en papel lino y con carboncillo, que me costó la expulsión del Seminario!, dice Huertas con marcado acento de la costa norte peruana. “Si sigues pintando, ¡te vas!”, sentenció el superior franciscano. Detalles más adelante. Una pareja de guardas de tránsito, que parecen azulejos, por su vestimenta, ‘han alborotado el nido’. Nada que ver con la fauna que pinta el maestro, compuesta por colibríes, golondrinas, cardenales y gorriones. “Son mis pájaros”, afirma. El silbato del agente es perentorio y uno de nosotros debe ‘alzar el vuelo’, so pena de ser penalizado a través de un comparendo arrancado con displicencia de un talonario, y en cámara lenta, ‘para que te duela’. Además, ha llegado otra ronda de cervezas frías. En la frente generosa de Huertas se escurre un par de gotas de sudor que se esparcen entre sus cejas canosas y pobladas, como si fueran deltas.

De familia creyente

Aristides Huertas García era conserje en el Hotel Turista en Piura (Perú) y Lucrecia Torres Paucar trabajaba en el magisterio con niños de primaria. “No tengo de dónde haber nacido artista; ni siquiera un rasguño”, menciona Segundo y acude a dos recuerdos de infancia. El primero, cuando su padre pintó en la pared de casa algunas flores amarillas para adornar un cuadro del Sagrado Corazón de Jesús. El otro recuerdo, un ave de corral dibujada en clase por su maestra.

“A pesar de que papá y mamá trabajaban, soportábamos una situación difícil”, aclara. Vivían en el barrio San Martín, un asentamiento subnormal en Piura. El niño Segundo vendía pan, voceaba la prensa y cargaba canastos con remesas en el mercadillo local. El pesimismo y la angustia de las familias del lugar temían porque sus hijos podrían caer en la delincuencia por culpa de la pobreza y la desatención estatal que la postguerra había provocado en América Latina. “Cuando tenía 10 añitos de edad, me hice amigo de unos monaguillos de la parroquia de la Virgen del Rosario. Entonces, la situación empezó a cambiar para mí”.

Neiva y San Miguel de Piura (‘Pirhua’, en lengua quechua) se parecen, porque en ambas ciudades el verano parece nunca acabar. En la ciudad peruana, fundada en 1532 sobre el valle del Tahuantinsuyo; bañado por el río Piura, además, la gastronomía ofrece ceviche, seco de chabelo, malarrabia y seco de cabrito. A propósito, en Cabo Blanco el reconocido escritor Ernest Hemingway pescó el merlín negro que protagoniza algunas escenas de la película ‘El viejo y el mar’, basada en su novela del año 1952. “Pinto peces vivos que son surrealistas porque vuelan y producen vida”, expone Huertas. Respecto a lo dicho, la semana anterior nos expuso el pez alado de la cultura del Alto Magdalena que hace parte de sus primeras creaciones artísticas. “A mi padre le encanta el ajiaco santafereño con guascas, alcaparras y crema de leche”, comentó entonces su hijo Sebastián Aristides.

Segundo Aristides recuerda que “La situación de pobreza y los riesgos de tomar malos caminos, hicieron que a mis 13 años, la familia me llevara al Seminario de Huancabamba”, una ciudad fría, situada en la vertiente oriental de la cordillera de los Andes. “Como no había otra alternativa, un día, sin que tuviera idea de las intenciones venideras, me compraron varias mudas de ropa y hasta zapatos de material”, nos comparte el artista. Al día siguiente lo despacharon en flota con destino al seminario que dirigían los misioneros guiados por San Francisco de Asís. “Me ganaba la melancolía por estar lejos de mi familia. Pero el ambiente cambió desde que un buen día me convertí en guardameta del equipo de fútbol de la institución”, dice. El adolescente Segundo Aristides era flaco y ágil. Su condición física y los reflejos le permitieron, en la tarde dominical, desviar varios balones con destino de red. “Gracias a mis atajadas de felino, el superior me dio una cena especial. Así gané más amigos y admiración”.

“Empecé dibujando con plumillas y tinta china. Con el tiempo me di cuenta de que podía vivir del arte. Soy expresionista porque propongo otras estéticas a la realidad que se expresa en nuestra naturaleza latinoamericana”. Foto: Olmedo Polanco.

Las duras y las maduras en la Escuela de Artes

“Adoro al Huila y sus gentes”, expresa Segundo Aristides. Y no puede ser para menos. Aquí lo acogieron las élites intelectuales de la Universidad Surcolombiana y de la recién creada Escuela de Artes. “Llegó con una mano adelante y la otra atrás”, menciona Gasca, exagerando el acento opita cultivado en el municipio de Íquira. Lo arroparon los artistas teatrales y de las artes plásticas; los escritores, novelistas y poetas. Le consiguieron trabajo para un comerciante que en pocos días abriría un salón para el entretenimiento con juegos de maquinitas. “Hice allí un mural con dibujos de máquinas electrónicas de los tiempos modernos”, añade Huertas. Jairo Tovar Chimbaco le daba posada en su casa. Jaime París, gerente del Hotel Plaza, lo empleó como administrador nocturno del alojamiento. Dejó de trasnochar para trabajar con Tony Arbeláez en la construcción de carrozas para las fiestas de junio en Neiva. “Incorporamos la técnica del papel maché en los diseños, un recurso desconocido en la ciudad”.

En las antiguas instalaciones del Hospital San Miguel, varios jóvenes inquietos de Neiva crearon la Escuela de Artes. “Dónde ahora queda el Centro Comercial Los Comuneros”, contribuyen con la ubicación espacial los contertulios González y Gasca, al mismo tiempo ‘como si mataran un diablo’. 

Despuntaba la década de los 80’s. “Días aciagos para todos nosotros. Sin embargo, nos daban la mano: Jaime Ucrós García, Guillermo Liévano y Enrique Díaz Escandón”. Donde había funcionado el anfiteatro, el escultor Emiro Garzón trabajaba con el ex seminarista como su asistente en el taller aún impregnado de la formalina empleada por los médicos durante la disección de cadáveres. “Liévano laboraba en el antiguo espacio de la biblioteca. Compartimos espacios con un alemán de apellido Faulkner, un excelente dibujante. De esos años eran las artistas Margarita Rosa Gómez y Lida Cortés”, según Huertas.

Retratos para una reina y angustia en Timaná

Se había ocultado el sol. Los loritos, de verde intenso y bulliciosos, empezaban a llegar en manada a poblar los árboles de la avenida. Como estábamos entonados y hablando en letra cursiva a causa del fermento, Gasca, cual narrador oral escénico, se inventó una llamada telefónica de su esposa y nos ‘escurrió el bulto’.“Mal amigo”, dijo Gonzáles, que tenía a su consorte a la diestra. En seguida, recordóque el artista Huertas los abandonó una madrugada en Timaná (Sur del Huila). “Íbamos para Pitalito y lo echamos de menos en Pericongo. Guillermo Liévano estaba muy angustiado”. Sin previo aviso, el peruano se había quedado en Timaná. Cuando lo encontraron -casi al medio día- estaba rodeado de borrachos en una cantina de la ‘Villa de la Gaitana’; muy entretenido pintando retratos de sus alicorados contertulios. Apenas llegó la comisión de búsqueda, Huertas se dirigió a Gasca para que escucharan los bebedores: “Les presento a un amigo de Neiva, si es que a esto se le puede llamar amigo”.

Como lo prometido es deuda, al seminarista Segundo Aristides lo expulsó en San Antonio de Anaconia un sacerdote que no soportaba su obsesión por la pintura. El joven Huertas había dibujado el rostro de la reina popular del bambuco que representaba al corregimiento. El sacerdote tenía serias diferencias terrenales con el padre de la joven. 

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