Idiotas útiles Fernando Londoño Hoyos

No ha sido muy gentil el Presidente Santos con quienes a su parecer “magnifican” la acción de los terroristas que en este país anidan y pululan. Si se refiere a cuantos venimos diciendo No ha sido muy gentil el Presidente Santos con quienes a su parecer “magnifican” la acción de los terroristas que en este país anidan y pululan. Si se refiere a cuantos venimos diciendo, transidos de dolor y amor de patria, que se están multiplicando las acciones de la guerrilla y de las bandas armadas, que ambas cosas son lo mismo, y que las Fuerzas Militares y la Policía no combaten con el ardor de antaño, no puede andar más errado el doctor Santos. Si magnificar es engrandecer, alabar o ensalzar, que así lo define el Diccionario de la Real Academia, no puede ser el calificativo más descaminado. Porque lo que criticamos, precisamente, es la villanía, la infamia, la perversidad de esas acciones malditas. Y nos dolemos que frente a ellas no sean ahora eficaces el Ejército y la Policía. El Presidente utiliza, porque lo ama, el lenguaje de las ambivalencias, las anfibologías, las restricciones mentales. Lo que está muy bien para jugar póker. Pero no para gobernar. El gobernante debe dirigirse a los suyos, al pueblo que gobierna, con plena transparencia y claridad, sin aquellos trucos de tan mala intención y peor uso. Máxime en casos como éste, en los que acusa a unos ciudadanos de cooperar con los violentos, de allanarles el camino hacia la consumación de sus propósitos terribles. Esa conducta se parece mucho a ciertas formas de complicidad y concurso criminales, o a la apología del delito, según como mejor se entiendan las nebulosas expresiones del señor Presidente. Y eso no es asunto de poca monta. Significa tanto, que el Presidente tiene la obligación de precisar. O de excusarse. O de explicarse. Al margen de esa circunstancia, lo que queda claro es que el Presidente no le da importancia a lo que está ocurriendo en el país. A lo que pasa en las fronteras; a la guerra desatada contra los ganaderos y agricultores en muchas regiones; a las bombas que estallan en Tumaco o Villarrica; a los radares desprotegidos que vuela la guerrilla; a la presión armada contra las petroleras; a los soldados y policías muertos, en mayor número que en cualquier época de los últimos ocho años. En fin, a lo que vemos en nuestro alrededor y tenemos la obligación de decirlo, aunque nos califiquen de auxiliadores de la guerrilla. Lo segundo que advertimos, es que el señor Presidente está en la etapa de negación. Lo que le pasa a los adictos que no quieren aceptar su condición; a los alcohólicos que rechazan ayuda; a los fumadores que se dicen superiores al vicio que los consume. En esa etapa, la enfermedad es incurable. El paciente se rebela contra sí mismo. No hay manera de abordarlo, ni argumento que lo haga entrar en razón. Mientras el Gobierno ande en ese talante, estaremos en manos de esta tragedia. En tercer lugar, el Presidente no tiene la más mínima sospecha de que es en alguna medida responsable de lo que ocurre. O que puede cambiarlo, aplicándose al tema con una visión distinta. La ruina de la seguridad no se combate con las encuestas del Centro Nacional de Consultoría, ni con los sahumerios de Yamid Amat, ni con los aplausos de los que andan ahítos de mermelada en toda la tostada. No se ganan las guerras con estos recursos. ¡Qué le vamos a hacer! Por supuesto, lo que pasa nada tiene que ver con la imputación de cargos que en esta semana pasada se les hicieron a 94 oficiales del ejército, con sus respectivas medidas de aseguramiento. Tampoco con las 52 preparadas para esta semana que corre. Tampoco con la condena a 32 años de prisión, contra un teniente que tiene 24 de vida. Sin defensa posible. Sin medios. Sin reconocimiento de un Gobierno que les da la espalda y de unos mandos que no piensan sino en la hora feliz de su retiro. La última noticia, es que está lista la cárcel de Guaduas para albergar militares. Ya no caben en ninguna parte. El Presidente Santos no se interesa por estos temas. Son pequeñeces indignas de su grandeza. O detalles malucos, dirían los campesinos, de los que ya se encontraron los culpables: los idiotas útiles.

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