Gustavo Gómez Córdoba
Asegura el respetado cineasta Lisandro Duque que si en la guerrilla se hubieran registrado abusos sistemáticos contra los menores de edad, se habría producido un hecho ejemplarizante de parte de la propia organización. La comisión reiterada de tales conductas, sostiene en su más reciente columna, no podría tener consecuencia distinta a la disolución de la guerrilla, por ausencia de cohesión ética.
Duque dice lo que dice para regañar a Juan Lozano, quien no se resigna a la impunidad que cobija décadas de permanentes ultrajes a niños indefensos. La degradación de una sociedad encuentra fértil terreno en la desproporción de consentir que personas juiciosas se empeñen en disimular la barbarie. “Una guerrilla no puede ser una guardería”, escribe Duque, con lógica de aterradora frialdad.
Recuerdo que siendo Duque gerente de Canal Capital, recibí cuantiosas quejas por atropellos laborales cometidos allí, y todas con un denominador común: matoneo contra periodistas y trabajadores que no comulgaban con la ‘verdad’ según Palacio Liévano.
Guardando la mayor consideración por Duque, quien es un caballero y no tuvo nada que ver con procederes que terminaron generando acciones legales, comenté los episodios al aire, en Caracol Radio. Tales inhumanidades no podían estar pasando en la ‘Bogotá Humana’.
Duque me respondió con una carta en la que decía no tener conocimiento de tales excesos y en la que se entendía que no había registro alguno de queja por parte de los supuestos afectados frente a sus superiores. ¡Desestimadas las víctimas porque sus verdugos decían no haber accionado la guillotina! Fue muy gentil al informarme que esos empleados acorralados no existían. Eran, como los pequeños vejados por la guerrilla, ‘niños invisibles’.
Tiempos confusos en los que terminan graduados de mentirosos y orates aquellos que defienden niños, víctimas, éticas, instituciones, leyes y constituciones. Quienes los lapidan, mientras tanto, reciben el aplauso de una galería que compró butacas para asistir a la patética función del mundo al revés.
Escenario patas arriba en el que se publicitan sentidos homenajes al ‘Mono Jojoy’, sanguinario delincuente descrito por uno de sus familiares como “una persona con una fuerza moral innata”. Derecho tienen los miembros de las Farc a estar agradecidos con sus ‘gatilleros’, pero sin exhibiciones públicas que ofenden a las víctimas.
Días antes de que Alfredo Molano fuera nombrado miembro de la Comisión de la Verdad, precisamente encargada de esclarecimientos necesarios para resarcir moralmente a esas víctimas, firmaba en El Espectador un melancólico texto con remembranzas sobre lo travieso y buen conversador que había sido en su juventud Guillermo Sáenz, alias ‘Alfonso Cano’.
El escrito cerraba con una frase sobre el bombardeo que le costó la vida a Sáenz: “algún día se sabrá cómo fue esa cacería y quién la autorizó”. Si el ejercicio de la legítima fuerza del Estado frente a quienes transgreden la ley es ‘cacería’, buenas pistas hay de las futuras posiciones del ‘cano’, pero no necesariamente ecuánime comisionado.
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Ultimátum. Tremenda decepción la de los líderes de las Farc, ávidos del ejercicio político en estado de impunidad absoluta, al descubrir que en este país aún se puede disentir y cuestionar lo que el Presidente decide. Tal vez creyeron que aquí las cosas son como en Cuba o Venezuela, donde la democracia es lo que diga un sátrapa.