«El mayordomo probó el agua convertida en vino sin saber de dónde venía (los sirvientes si lo sabían, pues habían sacado el agua), y entonces llamó al novio y le dijo: “Todo el mundo pone primero el vino bueno y cuando ya están bebidos, el peor; tú, en cambio, has guardado el vino bueno hasta ahora.” Así, en Caná de Galilea Jesús comenzó sus signos, manifestó su gloria, y creció la fe de sus discípulos en él» (Juan 2,1-11).
En este domingo el Evangelio nos presenta el primer signo-milagro de Jesús: las Bodas de Caná. Una situación que nos revela la vida cotidiana de Jesús asistiendo a una boda, posiblemente de familiares. Bodas a lo grande, como se rigen los orientales. Bodas de riesgos, como el quedarse sin vino. Y una Mujer que observa la preocupación de los novios. Atenta como siempre a los detalles, de sensibilidad exquisita, que la lleva a interceder ante Cristo. Una respuesta algo arisca de Jesús. Pero, una insistencia de María, resumida en la frase: “Haced lo que El os diga”. Fe absoluta de María. Fe que consigue el milagro a pesar de no ser todavía “la hora” de Jesús.
Este es un signo a favor de la “vida” y para la “vida”. Jesús no aceptó nunca hacer signos “espectaculares o maravillosos”, para adquirir prestigio o para dar espectáculo, como la gente esperaba y pedía. Los signos de Jesús son signos sencillos a favor de la vida, para ayudar a la gente. Nosotros somos invitados a “convertir el agua en vino”, pero no entendiéndolo literalmente. Somos invitados a convertir las cosas “cotidianas y sencillas” de la vida, que a veces valoramos tan poco, en cosas “agradables y valiosas”.
Cada día hacemos muchas cosas “rutinariamente”, porque nos hemos acostumbrado a ellas, pero que, hechas de otra manera, cambian por completo. – Atender a un anciano. – Cuidar a un enfermo. – Escuchar a un niño. – Comprender a quien tiene problemas y compartirlos. – Dar una limosna con una sonrisa. – Respetar y valorar las opiniones de los demás, no queriendo tener siempre razón. – Preparar las cosas de casa…etc. Todas estas cosas, de la vida de cada día, serán “rutinarias e intrascendentes” o “agradables y valiosas” según el espíritu y el ánimo con que se realicen. Pero, sobre todo, dependerá del “amor” que se ponga en todo ello. Al fin y al cabo, se trata de hacer cosas para los demás y por los demás y de cara a los demás, el amor es lo que más cuenta.
Esta Palabra de Dios, me lleva en otro sentido a pensar en la respuesta que damos a los demás cuando tienen alguna necesidad: “Ése es su problema”. Esta expresión refleja hoy una forma de enfocar la vida, acentuando el individualismo de forma alarmante y como reflejo de esta realidad salta la frase que ya es típica del momento actual y que se repite a veces con convicción –eso es lo malo- y otras con ironía, “ése es su problema”. En este mundo, tan civilizado, tan sofisticado, tan lleno de “slogans” y de ritos, donde las reivindicaciones y las exigencias están a la orden del día, hay una frase que resume, quizá como pocas, el gran vacío que se agita en su fondo. Esto es “su problema”. “Yo vivo mi vida”. Para un cristiano, estas frases: “Ese es su problema” o “Yo vivo mi vida”, no deberían pronunciarse nunca. El Evangelio de hoy es una lección clara al respecto.
Que el vino se acabe, que la pareja de novios quede mejor o peor con sus invitados, eran, al parecer, problemas de los anfitriones, no de María, ni de Jesús, que estaban invitados y para nada habían intervenido en la organización del banquete. Sin embargo, Jesús asume el problema de los otros y lo resuelve. Así siempre. Toda la vida de Jesús será una lección repetida de esta misma historia y un esfuerzo para dejar claro a los hombres que quieran seguirle, que, si hay algo absolutamente anticristiano, es la insolidaridad con los demás hombres. A un cristiano ningún problema humano puede serle ajeno.