La Crucifixión de Cristo

Una frase del ministro del Interior abre el debate sobre si debe prohibirse, o no, la participación regulada de los funcionarios en la política.
 
Vuelve y juega. En vísperas de las elecciones se reactiva la vieja polémica sobre la participación en política de los funcionarios. El propio ministro del Interior, Juan Fernando Cristo, está en el ojo del huracán. Interrogado acerca de un proyecto del uribismo para hacer un referendo sobre el acuerdo alcanzado entre el gobierno y las Farc en materia de Justicia, Cristo dijo que ya había habido un pronunciamiento popular en favor de la paz en las elecciones presidenciales del año pasado, y agregó una frase con una dosis de picante: “Los colombianos se pronunciarán también el 25 de octubre, día de las elecciones, apoyando a los candidatos de le Unidad Nacional, que estén con la paz de Colombia.”

La oposición, tanto del uribismo como del Polo, se vino lanza en ristre contra Cristo, y desde el Partido Conservador le solicitaron al procurador, Alejandro Ordóñez, abrir una investigación. El jefe del Ministerio Público no lo descartó en declaraciones a la radio, y María Eugenia Carreño, presidente de la Comisión Nacional de Asuntos Electorales de esa dependencia, le envió una carta al ministro para jalarle las orejas: “Su actuar debe ser imparcial, representativo de la institucionalidad, independiente de las causas proselitistas”, le dijo.

Cristo aceptó su error. Lo calificó como “un lapsus” y en respuesta a la misiva de Carreño intentó dejar en claro que “jamás he utilizado mi posición como ministro del Interior, ni como rector de los comicios electorales, para participar en política”. Lo cierto es que la frase no buscaba llamar al voto sino contrarrestar el efecto de la propuesta del uribismo para hacer un referendo, que introduciría una talanquera al proceso de paz.

Más que un lapsus, la metida de pata de Cristo tiene que ver con la falta de oportunidad y el poco cuidado para seleccionar sus palabras. Dio ‘papaya’ y le puede costar. A una semana de elecciones, cualquier desliz, por pequeño que sea, se paga caro. Y en la actual coyuntura, no solo hay una profunda polarización entre las fuerzas que apoyan al gobierno y las que están en la oposición, sino una actitud vigilante y radical de la Procuraduría para examinar las conductas del Ejecutivo.

Medir las palabras

Ordóñez ha sido implacable contra los funcionarios que violan la norma de no participar en política, hasta el punto de cometer excesos: destituyó al exalcalde de Medellín, Alonso Salazar, por hacer declaraciones contra el candidato a sucederlo hace cuatro años, Luis Pérez. Posteriormente, el Consejo de Estado echó para atrás la exagerada sanción de la Procuraduría y Salazar –luego de recuperar sus derechos políticos– es hoy nuevamente candidato para regir los destinos de Medellín.

La polémica sobre la frase del ministro Cristo no es la única que ha alborotado el avispero de la participación en política de los funcionarios, en la recta final de la campaña. En un hecho no menos sorprendente, los jefes de La U y del Partido Liberal, Roy Barreras y Horacio Serpa, le enviaron otra carta al presidente Juan Manuel Santos en la que se quejan por la ventaja que significa para el partido Cambio Radical la función de su jefe natural, Germán Vargas Lleras, en el gobierno. Dicen que en ella hay “graves irregularidades”, y que “funcionarios del gobierno están visitando las regiones, inaugurando obras, ofreciendo inversiones, asignando presupuesto, comprometiéndose en la ejecución de programas gubernamentales y presidiendo reuniones dirigidas a establecer compromisos gubernamentales relacionados con aspiraciones económicas y proyectos de desarrollo que existen en el seno de las comunidades”.

La queja de Serpa y Barreras tiene repercusiones políticas profundas. Que se haga este tipo de críticas al calor de la campaña contra los partidos rivales, es cosa de todos los días. Pero que se formulen contra un aliado de la Unidad Nacional que ejerce, nada más y nada menos, el cargo de vicepresidente de la República es mucho más grave. Esta podría ser la primera grieta que, a mediano plazo y después de la coyuntura electoral, ponga en riesgo la estructura de la actual alianza de gobierno, la Unidad Nacional. Sería un primer paso hacia una eventual recomposición de fuerzas hacia las presidenciales de 2018, en la que liberales, La U y Cambio Radical buscarían candidaturas propias para competir entre sí.

Más allá de la coyuntura electoral, y de las controversias de los últimos días sobre participación indebida de funcionarios en la política –la lista es interminable-, se ha revivido el debate sobre la pertinencia de esa norma. Gobierno y política son actividades que van unidas de la mano. En otros países se asume que el ejercicio del poder (el gobierno) es parte de la lucha por el poder (que es la política). En democracias avanzadas existe un conjunto de reglas y hábitos dirigidos a evitar que se usen los recursos del Estado en favor de los partidos que están temporalmente en el gobierno. Pero en Estados Unidos, en Gran Bretaña o en Francia se consideraría ridículo que a un jefe de Estado, a uno de sus ministros, se les impida pronunciarse en favor de los candidatos que defienden su proyecto. En esos países, que los aspirantes a cargos de elección popular echen mano de sus ejecutorias para buscar el voto de los ciudadanos no solo no se cuestiona, sino se aprecia. Y ocurre todos los días.

La norma constitucional forma parte de una tradición jurídica muy colombiana. De un concepto fundamental del Frente Nacional –el régimen político que imperó entre 1958 y 1974– que buscaba “más administración y menos política”. Pero desde hace años, varios constitucionalistas han planteado la necesidad de evaluar su revisión porque la evidencia demuestra que su cumplimiento es poco realista y que fomenta un ejercicio hipócrita de la política por parte de los funcionarios y estimula el juego por debajo de la mesa.

Basta observar el pintoresco cuadro de la realidad nacional. ¿No hacen política el procurador y el fiscal? Alejandro Ordóñez, encargado de castigar a quienes ejercen la política desde el poder, dejará su cargo con investidura de presidenciable: ¿no significa eso que su función ha tenido una dimensión política? ¿No fue política la estrategia de Gustavo Petro pare mantenerse en la Alcaldía? ¿Es realista asumir que quienes participan en elecciones se vuelven simples gerentes cuando llegan a los cargos? ¿Es coherente hablar sobre la futura participación en política de Timochenko y de las Farc y rasgarse las vestiduras porque los funcionarios desempeñan un papel con connotaciones políticas?

Desde luego, mientras exista la norma su cumplimiento es obligatorio y, más aún, debe ser respetada con actitud ejemplar por quienes ostentan altas responsabilidades de manejo del Estado. Hacia el futuro se necesita un debate serio sobre cómo adoptar un régimen más realista pero al mismo tiempo muy estricto que, de paso, sería un conveniente antídoto contra la actual hipocresía.
 
 

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