«No tenemos más que cinco panes y dos peces; a no ser que vayamos a comprar de comer para todo este gentío.» Porque eran unos cinco mil hombres. Jesús dijo a sus discípulos: – «Decidles que se echen en grupos de unos cincuenta.» Lo hicieron así, y todos se echaron. Él, tomando los cinco panes y los dos peces, alzó la mirada al cielo, pronunció la bendición sobre ellos, los partió y se los dio a los discípulos para que se los sirvieran a la gente. Comieron todos y se saciaron, y cogieron las sobras: doce cestos» (Lucas 9, 11b-17).
Celebrar la eucaristía no es lo mismo que decir u oír misa. El cambio apunta a ir pasando de una misa entendida como acto religioso individual hacia una eucaristía que alimenta y construye toda la comunidad. La Eucaristía es un encuentro gozosa que la comunidad necesita celebrar todos los días para alimentar su fe, crecer en fraternidad y reavivar su esperanza en Cristo resucitado; de una misa que ha servido de marco para toda clase de aniversarios, fiestas, homenaje o lucimiento de coros y solistas, a la celebración de la Cena del Señor por la comunidad creyente; de una conmemoración del sacrificio expiatorio de Cristo en la cruz, a una celebración que recoja también las demás dimensiones de la eucaristía como banquete, comunión fraterna y acción de gracias a Dios; del cumplimiento de un deber religioso que nada tiene que ver con la vida, a una celebración que es exigencia de amor solidario a los más pobres y de lucha por un mundo más justo. La Eucaristía es un sacramento fraternizador: “Los que comen de un mismo pan forman un mismo cuerpo”. Los hermanos o amigos se juntan porque se estiman y aman y, después de compartir cordialmente la comida, se sienten más unidos y compenetrados.
La Eucaristía, como la comida familiar festiva, no es, primordialmente, un sacramento para alimentar cada espíritu, sino para ayudarnos a crecer como comunidad. Es el sacramento de la comunidad, de la solidaridad. En este sentido, hemos de preguntarnos: ¿Vivo la Eucaristía con espíritu fraterno? ¿La vivimos despiertos o nos come la rutina? ¿Vivimos la comunión que ella significa? ¿Cada Eucaristía que celebramos nos hace crecer en amistad, en fraternidad, en cercanía hacia los otros comensales, de modo que nos lleve a ser parábola de la unidad como señaló Cristo? Recordemos que “unión” no significa sólo ausencia de rencores, sino afecto fraterno y espíritu de servicio. A una comida de hermanos no acuden los que no se odian, sino los que se aman. Celebrar la Eucaristía no es sólo apiñarse como los apóstoles en el cenáculo en torno al brasero en actitud de apoyo mutuo. En una reunión verdaderamente fraterna se echa de menos a los ausentes, a los pródigos, a los que sufren la miseria del cuerpo y del alma. Los participantes se comprometen a hacer algo para que también ellos participen algún día en las reuniones del hogar. Participamos de la Palabra y del Cuerpo de Cristo para identificarnos con él, hacer nuestros sus sentimientos, unirnos a él en la entrega a los demás y luchar por la causa para la que él vivió y por la que murió. Celebrar la Eucaristía implica voluntad de inmolarse, estar dispuesto a partirse y repartirse, dejarse comer por los demás, como hizo Cristo. En esto consiste celebrar activamente la entrega del Señor. Por eso, celebrar la Eucaristía de verdad supone un gesto de audacia, si es que queremos ser consecuentes con el significado de lo que celebramos. ¿Pueden sentirse los padres plenamente complacidos con sólo el afecto y los gestos de ternura de los hijos que están a la mesa, teniendo tantos hijos pródigos? Los Santos Padres proclamaron unánimemente la exigencia radical de solidaridad con los pobres por parte de quienes celebramos el misterio de la entrega del Señor.
Si compartimos el pan del cielo, ¿Cómo no vamos a compartir el pan de la tierra? La fiesta del Corpus puede ser una ocasión adecuada para que, en nuestra familia y comunidad nos preguntemos qué estamos haciendo para que la Eucaristía sea, como quiere el Concilio, “fuente y cumbre de toda la vida de la comunidad cristiana”.