Cada alimento que consumimos esconde una historia que rara vez consideramos. ¿Cuántos agroquímicos se han utilizado para que llegue a nuestra mesa?
Según la Organización Mundial de la Salud, más de 1.000 compuestos tóxicos son empleados globalmente para proteger cultivos de plagas y aumentar su rendimiento. Pero las consecuencias son preocupantes; estudios los asocian con enfermedades como cáncer, Parkinson y Alzheimer, además de impactos devastadores en el medio ambiente.
El libro Primavera silenciosa de Rachel Carson ya advertía, a través de una fábula sencilla pero poderosa, cómo su uso indiscriminado podría romper la armonía de la vida. No más cantos de aves, zumbidos de abejas ni croar de ranas. Un silencio incómodo envolvería un paisaje inerte, carente de la vitalidad que define a la naturaleza. Décadas después, a expensas de la salud humana y ambiental seguimos enfrentando sus repercusiones: suelos agotados, aguas contaminadas y la amenaza a polinizadores no sólo esenciales para los ecosistemas, sino vitales para la seguridad alimentaria.
Por otra parte, se estima que hasta un tercio de los alimentos producidos a nivel global contiene residuos de plaguicidas, inclusive algunos de ellos por encima de los límites máximos permitidos. Como consumidores, educarnos sobre su toxicidad nos permite tomar decisiones más conscientes: leer etiquetas, buscar productos libres de químicos y juzgar menos a frutas y verduras por su aparente perfección. Aunque los alimentos orgánicos suelen tener un costo inicial más alto debido a sus procesos más laboriosos, el crecimiento en la oferta puede hacerlos más accesibles a medida que se optimizan los sistemas de producción y distribución.
El pasado 26 de noviembre se celebró el Día Mundial contra el Uso Indiscriminado de Agroquímicos. Según lo que esté en nuestras manos, consideremos la urgencia de replantear nuestras prácticas agrícolas y hábitos de consumo para priorizar el equilibrio ecológico y nuestro bienestar físico. Con esta reflexión pretendo que la próxima vez que contemple una fruta, recuerde su verdadero precio: no el de la etiqueta, sino el que paga la tierra, los polinizadores e incluso su salud.