La naturaleza no es solo un escenario; es un rasgo de nuestra identidad. Lo entendí de niña, descalza entre los potreros y la quebrada de la finca familiar. También en los cuadros que pintaba mi abuela, cuya sensibilidad transformaba paisajes colombianos en arte. Con su estilo naíf, recreaba sabanas entre eucaliptos y pinos, páramos y frailejones en la niebla y pueblos de estilo colonial que marcaron su infancia. Cada pincelada era un acto de memoria, una manera de expresar el arraigo y la identidad que la conectaban con su entorno.
Esta relación íntima con la naturaleza no es nueva; se ha repetido a lo largo de la historia. Los asirios, por ejemplo, entendieron el paisaje como un símbolo de poder y pertenencia. Tras conquistar regiones como el monte Amanus—hoy Turquía—, no se limitaron a tomar sus recursos, sino que recrearon sus montañas y bosques en el corazón de su imperio. Una manifestación de cómo la naturaleza podía ser despojada y reconstruida para narrar la grandeza del conquistador. Los relieves y jardines que diseñaron, eran algo más que trofeos de guerra; representaban la apropiación de la esencia de un territorio, una extensión simbólica de su identidad imperial.
De alguna manera, mi abuela hacía algo similar, aunque desde la nostalgia. Sus cuadros eran un intento de perpetuar la belleza de los paisajes como una declaración de quién era, para preservar un vínculo íntimo con los lugares que definían su historia y, por ende, la mía. Asimismo, Gonzalo Ariza, encontró en la tradición pictórica japonesa una resonancia espiritual que trasladó al territorio colombiano retratando bosques de niebla y montañas andinas con una delicadeza que resulta familiar. Según el artista, durante una exposición en 1940, su obra inmortaliza “lo más propio y auténtico que tenemos.”
La naturaleza, ya sea capturada en un lienzo o recreada como símbolo de dominio, es un reflejo de quienes somos como individuos y sociedades, de cómo habitamos el mundo y de cómo deseamos ser recordados. En cada paisaje, hay un legado, un fragmento de nuestra identidad que trasciende el tiempo y la geografía.