La prueba de calidad

«En aquel tiempo, Jesús se llevó a Pedro, a Santiago y a Juan, subió con ellos solos a una montaña alta, y se transfiguró delante de ellos. Sus vestidos se volvieron de un blanco deslumbrador, como no puede dejarlos ningún batanero del mundo. Se les aparecieron Elías y Moisés, conversando con Jesús. Entonces Pedro tomó la palabra y le dijo a Jesús: “Maestro, ¡qué bien se está aquí! Vamos a hacer tres tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra para Ellas”.  Estaban asustados, y no sabía lo que decía. Se formó una nube que los cubrió, y salió una voz de la nube: – “Éste es mi Hijo amado; escuchadlo.”. De pronto, al mirar alrededor, no vieron a nadie más que a Jesús, solo con ellos. Cuando bajaban de la montaña, Jesús les mandó: – “No contéis a nadie lo que habéis visto, hasta que el Hijo del hombre resucite de entre los muertos.”. Esto se les quedó grabado, y discutían qué querría decir aquello de “resucitar de entre los muertos”.»  (Marcos 9,2-10).

Padre Elcías Trujillo Núñez

Hoy nos preguntamos: ¿Por qué la Iglesia nos presenta este Evangelio, lleno de gloria y esplendor, en medio de la Cuaresma? Poco antes de este acontecimiento, Jesús les anuncia a los apóstoles su pasión y muerte, como también su resurrección. Pero los apóstoles no lo entienden. Por eso, el Señor les manifiesta su gloria en la Transfiguración.

En medio de la Cuaresma, la liturgia nos hace ver, pues, que todo tiende hacia la Resurrección de Jesús. Sólo desde la Pascua, la pasión y muerte en el Calvario adquieren su verdadera dimensión. ¿Qué significó la transfiguración en la vida de los apóstoles? Ellos estaban acostumbrados al Señor. Lo veían todos los días, bebían y comían con Él, sabían todo lo que hacía, escuchaban interminables reflexiones. Y cuanto más lo escuchaban, menos atención mostraban, menos lo entendían, menos impresionados quedaban. Entonces el Señor juzgó que esta situación no podía continuar, que los apóstoles necesitaban de una visión, de una transfiguración. Un día los invita aparte y los lleva a una montaña alta, que, según la tradición, es el monte Tabor. Y en la soledad y el silencio allí arriba, se sosiegan, aprenden a callarse, se liberan de sus preocupaciones y ambiciones humanas. Están solos con Él: ahora empiezan a fijarse en Él, a mirarlo de verdad, a conocerlo más profundamente. Y cuando oyen la voz de arriba: “Este es mi Hijo, el escogido; escuchadlo”, entonces se abren sus ojos y sus mentes y van sintiendo la presencia de Dios. Se dan cuenta de que Jesús es mucho más que un simple profeta. Están tan llenos de alegría que quieren quedarse para siempre allí arriba: “Que hermoso es estar aquí. Haremos tres chozas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías”.

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Nosotros necesitamos una visión, una revelación, una transfiguración del Señor, como los apóstoles. Porque también nosotros estamos tan familiarizados a creer en Él, a oír hablar de Él, a orarle a Él, que la rutina desde hace tiempo nos tiene cautivados. Y lo que mata el amor, lo que destruye la fe, lo que deshace la Iglesia, no son las crisis ni las revoluciones, sino simplemente la rutina. Valdría la pena cuestionarnos sobre la transfiguración en nuestra vida.  El medio para recibir esa gracia de una visión, de una transfiguración es ahora el mismo que en aquel entonces.

Tenemos que evadir la rutina. Tenemos que subir la montaña, es decir, buscar un poco de soledad, callarnos, conversar íntimamente con el Señor, consagrar un poco más de tiempo a Dios. A diario constatamos que, tenemos tiempo para para cualquier cosa que nos interesa o nos parece importante, pero, poco tiempo dedicamos al Señor. No tenemos tiempo para leer su Palabra, para estar a solas con Él en la oración, para hablarle, para adorarlo, para conocerlo un poco más. ¿Por qué no le consagramos una hora, dos horas, toda una tarde, en un lugar silencioso de nuestro hogar, en la serenidad de la naturaleza? Y si lo hacemos, entonces nuestros ojos se abrirán por fin. Comenzaremos a ver con claridad en Él y en nosotros mismos. Su presencia se convertirá en algo real y cercano. Podremos hablar con Él, en silencio, de cara a cara. Su deseo y voluntad se nos aparecerá con evidencia. Y entonces quizás le diremos también nosotros, lo mismo que dijeron los apóstoles: “Señor, que bien estamos aquí”.

Asistamos a su presencia con el corazón y con los ojos abiertos, pues, el Señor, se hace presente en cada persona, en la Misa y en cada acontecimiento. Él nos habla por medio de su Palabra. Él se hace presente como alimento en cada eucaristía. En la comunión podremos recibirlo y unirnos íntimamente con Él. Vivamos cada día el milagro de no separarnos de Él. Esta sería la señal decisiva de asistir con el corazón abierto a su presencia y caminar en dirección a su Resurrección.

Nota: No olvide que la abstinencia es la privación de un gusto personal, hecho ofrenda para los más pobres.

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