«En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: – «Vosotros sois la sal de la tierra. Pero si la sal se vuelve sosa, ¿con qué la salarán? No sirve más que para tirarla fuera y que la pise la gente. Vosotros sois la luz del mundo. No se puede ocultar una ciudad puesta en lo alto de un monte. Tampoco se enciende una lámpara para meterla debajo del candelero, sino para ponerla en el candelero y que alumbre a todos los de casa. Alumbre así vuestra luz a los hombres, para que vean vuestras buenas obras y den gloria a vuestro Padre que está en el cielo» (Mateo 5,3-16).
Padre Elcías Trujillo Núñez
Como bautizados somos llamados a ser testigos de nuestro cristianismo, ante todos los hombres. Y este testimonio debe realizarse en nuestras acciones y obras. Porque el mundo quiere que las palabras se traduzcan en hechos; los principios, en efectos; la fe y la caridad, en obras. El mundo actual se convertirá a Dios, si encuentra en nosotros un signo y testimonio de la presencia de Dios. El único rostro que Jesús puede mostrar a nuestros contemporáneos, para llamarlos y convertirlos, es el nuestro, el de nuestras familias, el de nuestras comunidades y grupos. Entonces, ¿cómo podemos ser luz del mundo? ¿Cómo podemos dar testimonio de Cristo en medio de los hombres? El signo característico del cristiano auténtico es el amor, el amor a Dios y el amor a los hermanos. Seremos sal de la tierra, luz del mundo en la medida en que seamos testigos fieles del amor sin límites de Jesucristo, en nuestra propia vida.
Es la única prueba convincente de que Él, sigue vivo: que nuestra comunidad cristiana, nuestras familias, cada uno de nosotros vivamos con tanto amor y entrega servicial, que los demás sientan ganas de unirse a nosotros. Que ellos sólo puedan explicarse nuestra entrega cristiana, admitiendo que Cristo se ha hecho vivo de nuevo en nosotros. ¡No separemos el amor a Dios del amor a los hermanos! San Juan Crisóstomo dice que no se puede hablar de amor a Dios, si no se tiene como compañero el amor al prójimo. Cuando amamos a nuestros hermanos, estamos amando a Dios de un modo auténtico y directo. Y, además, la prueba de que amamos a Dios es que nos amamos los unos a los otros. Cristo ha revelado que tenemos las mismas relaciones con Dios que con cualquiera de nuestros hermanos. Estamos tan cerca de Dios, como de cualquiera de nuestros prójimos. San Juan nos explica en su primera carta: “El que dice que ama a un Dios, a quien no ve, sin amar a su hermano, a quien ve, es un mentiroso” (Juan 4.20). El amor a Dios se presta a mucha imaginación. Pero el amor a nuestros hermanos es extraordinariamente realista. Podemos saber en cualquier momento en que punto nos encontramos. Así nuestro amor a los demás es nuestra manera concreta de entrar en el amor a Dios.
El prójimo es Cristo al alcance de nuestro amor. No amamos verdaderamente a Cristo, si no lo amamos en el hermano. Ese amor fraternal es el gran signo del cristiano, el único testimonio que aceptan los demás, la única invitación convincente para los de afuera. Así ya ocurrió con los cristianos de la primera hora, tal como nos dice los Hechos de los Apóstoles: “La multitud de los creyentes tenía un solo corazón y una sola alma”. Este testimonio de amor no podía explicarse más que porque Cristo seguía viviendo en cada uno de ellos. Esa misma actitud la exige también el profeta Isaías: “Comparte tu pan con el hambriento y recibe en tu casa a los pobres sin techo; cubre al que veas desnudo y no te desentiendas de tu hermano.” Con ese amor generoso actúa aquel que quiere ser testigo fecundo de Cristo en este mundo. De este modo, seremos testigos del amor y nuestra vida será cada vez más sal de la tierra y luz del mundo. Veamos ahora la imagen de la ciudad que nos presente el evangelista. No se puede ocultar una ciudad puesta en lo alto de un monte.
La luz y la ciudad son por naturaleza visibles. La sal es invisible, pero se conoce por el sabor. El discípulo tiene una dimensión de visibilidad y de invisibilidad. Se deja ver por lo que hace; se deja sentir, aunque no se vea, por el sabor. Como la sal, el discípulo da gusto a la vida; como la luz, alumbra y brilla; como la ciudad sobre la montaña, se deja ver. Pero no se es discípulo para hacerse ver. El buen discípulo no da importancia a las consecuencias que brotan de seguir a su Señor. Lo importante es seguirle. La credibilidad del cristianismo no depende de la teoría, sino de la posibilidad de que hombres y mujeres hagamos realidad la teoría. El discípulo responde con originalidad que nace de un diálogo íntimo con el Señor Jesús.