La tentación es una trampa

«Jesús regresó del Jordán lleno del Espíritu Santo. El Espíritu lo condujo al desierto, donde el diablo lo puso a prueba durante cuarenta días. En todos esos días no comió nada, y al final sintió hambre. El diablo le dijo entonces: –Si eres Hijo de Dios, di a esta piedra que se convierta en pan. Jesús le respondió: –Está escrito: No sólo de pan vive el hombre. Lo llevó después el diablo a un lugar alto y le mostró en un instante todos los reinos de la tierra.  El diablo le dijo: –Te daré todo el poder de estos reinos y su gloria, porque a mí me lo han dado y yo puedo dárselo a quien quiera.  Si te postras ante mí, todo será tuyo. Jesús respondió: –Está escrito: Adorarás al Señor tu Dios, y sólo a él le darás culto. Entonces lo llevó a Jerusalén, lo puso en el alero del templo y le dijo: –Si eres Hijo de Dios, tírate desde aquí; porque está escrito: Dará órdenes a sus ángeles para que te guarden; te llevarán en brazos y tu pie no tropezará en piedra alguna. Jesús le respondió: –Está dicho: No tentarás al Señor tu Dios.13 Cuando terminó de poner a prueba a Jesús, el diablo se alejó de él hasta el momento oportuno.» (Mateo 4, 1-11).

Padre Elcías Trujillo Núñez

Este primer domingo de cuaresma, nos dice que no hay verdadera libertad sin pasar por el desierto. La libertad tiene que atravesar el desierto de la duda, la lucha interior y hasta las ganas de desandar el camino para regresar a donde siempre. El Evangelio de hoy nos presenta a Jesús “empujado al desierto”. En su vida vivió muchos desiertos. No fueron sólo las tentaciones del comienzo. Fueron las luchas y las oscuridades de muchos momentos. No hay verdadera vida sin desierto. No hay verdadera fe sin desierto.

No hay auténtico matrimonio sin desierto. No hay verdadera vocación sin desierto. El desierto es: encuentro con uno mismo, tantas veces perdido entre el barullo de la gente. Encuentro con Dios que nos invita a la nueva tierra de la libertad. El desierto del alma, donde todo parece oscuro y comienzan todas las dudas del futuro. Esos momentos donde por dentro no se ve nada y sin embargo ansiamos la luz. Esos momentos donde nos sentimos perdidos y no vemos si habrá salida al final. Esos momentos en los que buscamos a Dios que está a nuestro lado, e incluso dentro de nosotros, pero al que no logramos sentir. Esos momentos donde el sufrimiento parece apagar todas nuestras esperanzas. Y sin embargo, son momentos de purificación, momentos de fortalecimiento, momentos de maduración de nuestro ser interior.

El matrimonio también vive el desierto. Todo comenzó muy bien el día de la boda. Todo marchó muy bien en la luna de miel. Y luego todo parece complicarse. Comienza el desierto de la desilusión. No era lo que yo esperaba. Comienza el desierto de entendernos y sentirnos extraños. Comienza el desierto de los silencios en los que cada uno se esconde. Comienza el desierto de las infidelidades secretas. Comienza el desierto de la mentira y el engaño. Comienza el desierto de las insatisfacciones. Comienza el desierto de las mutuas acusaciones. Comienza el desierto de las discusiones inútiles que rompen la armonía. Comienza el desierto de la soledad en compañía. El matrimonio tiene muchos desiertos. Pero todos ellos son necesarios, porque son la manera de purificar y fortalecer y hacer crecer el amor de verdad, no aquel amor epidérmico del pasado. Son esos desiertos donde “encontrará descanso el amor”. También la fe atraviesa el desierto. El desierto de las dudas.

El desierto de querer entender y no ver nada claro. El desierto de querer creer y sentir que los pies se hunden en la arena de los defectos y pecados de la Iglesia. El desierto de querer creer y ser testigos de tantas incoherencias entre la fe que anunciamos y la vida que vivimos. El desierto de sentir que creer es remar contra corriente, en un mundo que quiere prescindir de Dios. El desierto de tantas divisiones e intereses personales, incluso en las cumbres de la Iglesia. El desierto de tantos escándalos precisamente por parte de aquellos que eran las columnas de nuestra fe. Pero la fe necesita de estos desiertos. Necesita de estas luchas y batallas. Porque es ahí donde El nuevo Israel peregrino va siguiendo en pos de una cruz. La nube que alumbra el camino a través de un mundo sin luz. El cielo es el reino futuro, nueva tierra de promisión, que orienta los pasos seguros de este nuevo pueblo de Dios. Las oscuridades de la noche nos impiden ver las flores del jardín. Pero será el amanecer que les devolverá el color.

El desierto de la Cuaresma tendrá su tierra prometida en la Pascua. La presencia de Jesús tentado en el desierto nos descubre la sutileza de toda tentación y de todo pecado. Toda mentira va maquillada de verdad y toda tentación también va con un buen maquillaje de bondad. Lo fue la primera tentación: “Seréis como Dios.” ¿Acaso cuando somos tentados se nos presenta la tentación como mala, como peligrosa, como un atentado contra Dios? Nadie acepta lo malo por ser malo. Nuestras tentaciones están todas revestidas de cierta bondad y verdad.  Se justifica la infidelidad, diciendo “mi mujer no me comprende y no nos entendemos”. Siempre que caemos en la tentación tenemos algún motivo que lo justifique.

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