Las niñas y niños nacidos en la selva

El informe final de la Comisión de la Verdad incluye un capítulo especial sobre los niños, niñas y jóvenes en el marco del conflicto interno armado. Entre otras historias, el tomo “No es un mal menor” relata vejámenes cometidos contra las mujeres y los menores y solicita que estos también sean reconocidos como víctimas. Aquí un apartado del mismo.

 

Juana Valentina, Andrea, Carol, Luis y Camilo viven desde perspectivas distintas las implicaciones de ser hijos de guerrilleros o de miembros de la fuerza pública. Sus historias coinciden en los cambios de domicilio y en haber quedado al cuidado de sus madres. Sin embargo, las hijas e hijos de combatientes que nacieron en la selva también vivieron la orfandad y la ausencia porque sus padres debieron entregarlos a sus parientes o a familias campesinas. En todos los casos, se vulneró el derecho de las niñas, niños y adolescentes a la paz y a la familia.

El funcionamiento de las organizaciones armadas y de la misma guerra incidió en la vida de estas niñas, niños y adolescentes pues fueron separados de sus padres de manera arbitraria y forzada. En el caso de las Farc-EP, el aborto se convirtió en una política no reconocida en sus estatutos: a pesar de no estar estipulado allí, los testimonios muestran que cuando las guerrilleras quedaban embarazadas tenían que abortar o, en cualquier caso, someterse a las decisiones de los comandantes, lo que anuló la autonomía sobre sus cuerpos y el ejercicio de su maternidad.

Como lo indica Laura, reclutada a los trece años por las Farc-EP, los comandantes repetían: «Aquí no vienen a tener hijos, ustedes vienen a luchar, y somos un ejército, no estamos para ser padres ni madres ni nada». Las mujeres combatientes, muchas de ellas niñas y adolescentes reclutadas, eran castigadas por haber quedado en embarazo y eran obligadas a abortar o a entregar en adopción a sus hijas e hijos, lo que significa que los objetivos de guerra se priorizaron sobre sus derechos y su integridad, además de someterlas a humillaciones y tratos crueles.

Las niñas y niños eran entregados a familias campesinas que trataron de esconderlos de los grupos armados, e incluso de las instituciones correspondientes, para que no pudieran ser rastreados o juzgados por la comunidad. Pedro, un campesino de La Sierra, Cauca, fue uno de esos padres a quienes las Farc-EP un día le entregaron un bebé. Pedro lo crio hasta que en 2019 las disidencias de esta guerrilla llegaron a reclutarlo.

«La historia de él viene de cuando yo trabajaba con Bienestar Familiar como padre comunitario. Siempre me he entregado mucho a la comunidad y siempre han visto el amorque yo tenía por mis hijos y por la gente, y que iba a poder ser un buen papá. Supuestamente por eso un día me llevaron a una vereda de San Pedro Alto, donde estaba una mujer que me entregó un bebé. Ella dijo que tenía ocho meses, pero el bebé en realidad parecía recién nacido. Me lo entregaron y me dijeron que me hiciera cargo de él hasta el día en que ellos lo pidieran».

El estigma por ser hija o hijo de un combatiente era una carga que los cuidadores solían ocultar para protegerlos, y aunque es difícil dar cuenta del número de bebés nacidos y entregados a familiares de los combatientes o a familias campesinas, una aproximación a su magnitud está en las cifras del Censo socioeconómico para los miembros de las Farc-EP (2017).

Dicho estudio estimó que el 54% de los 10.015 excombatientes de las FARC-EP que se encontraban para ese año en las zonas veredales producto del Acuerdo de Paz tenían hijos o hijas. A muchos de ellos tuvieron que ocultarles su identidad, cambiarles el nombre o apellido, o incluso la fecha de nacimiento. En estos casos se necesita que el Estado propicie los cambios para garantizar su derecho a la identidad, como es su responsabilidad desde la Convención sobre los Derechos del Niño.

Adicionalmente, el Partido Comunes (nombre de la organización política creada por las antiguas Farc-EP) señaló a la Comisión de la Verdad que de las 319 mujeres excombatientes de las FARC-EP encuestadas, el 42% quedaron embarazadas y, de ellas, el 73% tuvo el o la bebé. Del 78% de las madres que tuvieron a sus hijas o hijos fuera de los campamentos, solo el 23% se reencontraron con ellas y ellos dentro de las filas armadas.

Facilitar estos acercamientos, contactos y acompañamiento para restablecer los vínculos, con el cuidado y análisis caso a caso, es un paso fundamental para la reintegración de los excombatientes. Asimismo, es imprescindible para dar respuesta a las preguntas de las niñas, niños y adolescentes que crecieron con sus padres en la guerra y para reparar el tejido social de las comunidades.

El censo realizado por la Universidad Nacional en el 2017 encontró que en las zonas veredales 2.267 mujeres excombatientes se encontraban embarazadas. Este panorama merece una reflexión profunda y es una alerta para que estas niñas y niños no vivan bajo un estigma que los exponga a nuevas violencias, y no se conviertan en los receptores de las secuelas psicológicas de sus madres y padres.

Las hijas e hijos nacidos de violencias sexuales o de relaciones consentidas entre mujeres civiles y miembros de la fuerza pública también fueron estigmatizados.

“Ah, no ve que ustedes son hijos de unos paracos”

Las hijas e hijos de combatientes también fueron fruto de violaciones contra mujeres civiles o de relaciones consentidas que mantuvieron con ellas en las zonas de operación. En dichos casos, fue común que los más pequeños recibieran señalamientos por parte de sus familias y comunidades. Por ejemplo, quienes nacieron como consecuencia de la violencia sexual fueron apodados con sobrenombres alusivos al perpetrador, lo que se convirtió en un estigma revictimizante y peligroso.

Este señalamiento es narrado por Rosa, una mujer afrodescendiente que fue abusada sexualmente a los dieciséis años por miembros del Bloque Calima de las AUC, quienes operaron en el corregimiento de La Balsa, del municipio de Buenos Aires, Cauca, entre el 2000 y el 2004. El grupo armado entró al territorio a finales de la década de los noventa, fortaleció sus bases y perpetró varias masacres que afectaron principalmente a las mujeres del departamento.

Por ejemplo, el 4 de septiembre del 2000, miembros del Frente Farallones del Bloque Calima ingresaron a La Balsa, donde asesinaron a cinco personas, violaron a las mujeres y torturaron a los jóvenes, situaciones que se repitieron durante su permanencia en el territorio. Rosa tuvo un hijo producto de la violación; para el momento de la entrevista, ese hijo ya había cumplido dieciséis años. En la comunidad, él y otros niños, niñas y adolescentes que nacieron producto del abuso sexual han sido señalados como los «paraquitos», una denominación que desconoce la violencia sufrida por sus madres, que en muchos casos eran adolescentes y jóvenes cuando se dieron las incursiones paramilitares.

La Comisión registró 1.172 víctimas de violencia sexual en la escucha; 434 (37,03%) eran niñas, niños o adolescentes en el momento de los hechos. Los principales perpetradores fueron los grupos paramilitares y la guerrilla de las FARC-EP. Algunas víctimas también relataron que sufrieron este tipo de violencia en más de una oportunidad.

Según la información recogida por la Comisión, los departamentos en los que se concentró la violencia sexual contra las personas menores de dieciocho años fueron Antioquia, Valle del Cauca, Cauca, Meta, Putumayo y Nariño.

La estigmatización pasa por negar la identidad de las niñas, niños y adolescentes y atribuirles rasgos del perpetrador, lo que supone una nueva forma de victimización y discriminación. También implica que se les adjudiquen roles y tareas debido a su origen. Por ejemplo, al hijo de Rosa y a los de las demás mujeres víctimas de violencia sexual en La Balsa les decían: «Ustedes van a ser paracos como sus papás». Fue así como estas mujeres no solo tuvieron que lidiar con los efectos de la violencia sexual, también fueron obligadas a asumir una maternidad forzada, a explicarles a sus hijas e hijos su procedencia y a ocultarlos para protegerlos del estigma.

Así lo cuenta Rosa: «Cuando los niños nacieron, las mismas personas de la vereda les iban diciendo “paraquitos, paraquitos”, desde que eran pequeños. Les decían: “Ah, no ve que ustedes son hijos de unos paracos”. De igual manera, uno sabía que tarde o temprano tenía que decirles, explicarles, porque es algo que a uno como mamá le tocaba. Pero en la calle la forma en que se lo decían no era así, sino como una burla».

“Engrosar filas”

Y aunque no es la generalidad, algunas investigaciones dan cuenta de cómo la violencia sexual fue usada de manera sistemática con el fin de engendrar hijos para la guerra. Este fue el caso de Hernán Giraldo, jefe del Bloque Resistencia Tayrona de las AUC, quien emprendió una campaña de violación y posterior reconocimiento de los niños y las niñas producto de esa violencia, con el propósito de engrosar las filas del grupo armado.

Este caso es muy elocuente sobre la forma como los actores dispusieron de las vidas de las niñas, niños y adolescentes en el marco del conflicto armado. Además de reforzar las ideas que se han sostenido históricamente sobre ellos como sujetos pasivos, moldeables, disciplinables y apropiables, estos modus operandi muestran el nivel de planificación y racionalización que tuvieron prácticas como el abuso sexual, el reclutamiento y la estigmatización para controlar los territorios y obtener ventajas militares.

En general, las hijas e hijos nacidos de violencias sexuales o de relaciones consentidas entre mujeres civiles y miembros de la fuerza pública también fueron estigmatizados. En Mitú, Vaupés, por ejemplo, fueron llamados los «niños de las personas verdes». Esto también lo señalan las mujeres indígenas del pueblo Nasa del Tejido Mujer Çxhab Wala Kiwe del norte del Cauca, en un informe que recoge las voces de mujeres víctimas de violencia sexual.

Todos estos informes y testimonios que la Comisión recibió permiten afirmar que la estigmatización de niñas, niños y adolescentes por la vinculación de sus padres a la guerra es una forma de discriminación y deshumanización.

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