Recientemente se conoció que el exdirector de la Caja de Compensación Familiar del Huila Armando Ariza Quintero, destituido por la Procuraduría por indebida utilización de recursos parafiscales e inhabilitado diez años, emprendió una batalla jurídica contra el estado colombiano buscando ser indemnizado por los “perjuicios” que, según él se le causaron.
Ariza Quintero ya fue condenado en un proceso, pero absuelto en dos de los cuatro expedientes que se siguen por supuesta desviación de recursos de la salud en el 2011. Ahora lidera demandas contra la Procuraduría, la Fiscalía y la Rama Judicial reclamando el pago de indemnizaciones.
Este emblemático caso de corrupción nos invita a reflexionar respecto a las situaciones en las cuales los colombianos terminamos pagando con nuestros impuestos millonarias indemnizaciones. Ya sea del caso de inocentes que fueron absueltos o, la más recurrente, por la inoperancia o corrupción de la justicia que deja vencer los términos o que no hace todo lo pertinente para demostrar la responsabilidad de los implicados, permitiendo que pasen de denunciados a denunciantes.
La ausencia de un sistema judicial sólido que genera impunidad, ha permitido que los responsables de delitos no solo queden libres, sino que incluso demanden al Estado para obtener indemnizaciones millonarias. Esto no solo es un ultraje, sino que también representa un costo devastador para las arcas del estado.
Los casos de Odebrecht e Interbolsa entre otros han demostrado cómo la codicia y la impunidad pueden llevar a la pérdida de miles de millones de pesos de los fondos públicos. Sin embargo, en lugar de castigar a los responsables, el estado colombiano parece más interesado en pagar demandas millonarias a favor de los corruptos que armarse jurídicamente para enfrentarlos.
El costo de estas demandas es astronómico. Según informes de la Contraloría General de la República, solo en 2022 el Estado colombiano pagó más de 500 mil millones de pesos en indemnizaciones a favor de personas involucradas en casos de corrupción. Esto equivale a casi el 1% del presupuesto nacional. ¿Cuántas viviendas pudimos haber construido con esos recursos? ¿Cuántos proyectos de infraestructura, educación o salud podrían haberse realizado?
Los corruptos se arman con abogados deshonestos y plantean todo tipo de estrategias para terminar beneficiados, mientras que el estado no asume este tipo de procesos con la importancia necesaria, con profesionales idóneos y transparentes que defiendan los intereses de los ciudadanos.
Claramente la afectación no es solo económica. La impunidad y la corrupción también tienen un costo social y moral. La pérdida de confianza en las instituciones, la sensación de injusticia y la desesperanza son solo algunos de los efectos secundarios que genera y la sensación de estar desprotegidos y vulnerables ante corruptos poderosos e influyentes.