“Mamá, yo no voy a volver”

El informe final de la Comisión de la Verdad, en su tomo ‘Cuando los pájaros no cantaban’ expone historias narradas por distintos actores en el marco del conflicto interno armado, como lo son las madres. El apartado ‘Qué le pasó a mi hijo’, presenta algunas de las voces de estos hechos que, en muchas ocasiones, tuvieron tintes de premoniciones. 

 

Cuando mi hijo tenía tres o cuatro años quería ser militar porque el papá fue militar. Mi hijo me hablaba cosas de militares… de misiles, me hablaba. En esa época no había mucha televisión como ahora, pa uno decir que es que se la pasaba viendo y aprendiendo eso. Yo pensé que se le iba a quitar la idea cuando creciera.

El muchacho, sí, tenía sus cosas. Era un poquito así como rebelde, pero en sí era buen hijo. Lo que decía tenía que hacerse como él lo decía y punto. Era así. No era muy llevadero con uno. Pero era una gran persona normal, como cualquier muchacho de su edad, de su época. Le gustaba el rap. Rapeaba, componía canciones. Era buen estudiante, muy inteligente. Lo que pasa es que era un poco despistado y, por eso, no le ponía atención al estudio, pero era una persona inteligente. Lo que estudió, lo hizo muy bien. Le gustaba el inglés. Hablaba y escribía el inglés perfectamente.

Antes de cumplir los dieciocho años –los cumplió el 2 de marzo de 2003–, fue y se presentó al Ejército. Esperaron a que cumpliera los dieciocho y el 10 de julio de 2003 se fue. Eso fue en Kennedy, en el Distrito 51, creo que se llama. El papá mismo lo llevó ese día. Se fue para el Caquetá, allá estuvo hasta que juró bandera. Él prestó diez meses de servicio. Después lo trasladaron al Tolima, allá estuvo diez años. En esos meses de soldado regular, les dijeron que quién quería hacer el curso para profesional, y él quiso quedarse. Fue muy bueno en el curso.

Al principio, le contaba las aventurillas a los hermanos, porque, pues, le parecía todo como muy gracioso. Estaba empezando. Pero a medida que pasaba el tiempo y se formaba como una persona del Ejército, de pronto había cosas que ya no podía contar. Él fue cambiando su forma de ser con el tiempo. Como más serio, más distante, como más retirado. Hablaba poco con la familia. Venía, sí, pero no era ese muchacho dicharachero de antes que les contaba todo a los hermanos y se sentía orgulloso de portar el uniforme. No, él cambió.

Mataban diez, doce, quince

Eran esos días que mataban diez, doce, quince, catorce soldados casi a diario. Yo me la pasaba viendo noticias, lloraba muchísimo de pensar que alguna cosa le fuera a pasar. Siempre tenía como ese presentimiento, como esa sospecha de que algo le iba a pasar. Él llegaba a la casa y volvía a llenar los formularios del seguro, ese que los cubre a ellos cuando están allá. Se ponía a llenarlos, me llamaba y me decía «madre, si me llega a pasar algo, debe cobrar este seguro». «No le va a pasar nada». Me miraba y le daba como una risa, así, pero no risa, risotada, sino como una sonrisa. Se le veía. Él sabía que la situación estaba muy difícil en el país y que en cualquier momento podía pasar.

Cuando él vino nuevamente me dijo «madre, le tengo dos noticias». «Cuénteme la noticia buena». «La buena es que, ya por mi antigüedad, posiblemente voy a las Fuerzas Especiales. Y la otra, es que nos van a trasladar al Caquetá». «¿Otra vez?». «Sí, madre. A mí no me gusta mucho la idea de irme al Caquetá, porque usted sabe que allá está operando la guerrilla fuertemente ahorita con lo del narcotráfico. Ese departamento no es como el Tolima, que tiene montañas y uno se puede esconder fácil.

Allá es plano y la forma en que la guerrilla opera es en carros. Ellos van y lo matan a uno en carro, y se pierden porque se presta el terreno». Yo sí lo veía que cada vez que se iba, se ponía nervioso, le sudaban las manos. No le preguntaba por qué, pero sabía lo que estaba pensando: «No sé si vuelva, no sé qué irá a pasar».

Antes de irse para el Caquetá, le hicieron un reentrenamiento de tres meses en Tolemaida. En el Caquetá duró dos años después de que lo sacaron del Tolima. En varias ocasiones vino a visitarnos, me decía que la situación estaba muy, muy difícil. Él quería que lo trasladaran, pero, pues, no encontrábamos la forma. Él hacía tiempo que quería que lo trasladaran.

Él había caído, dos, tres años antes, en el Tolima, en un campo minado. Estaba con un capitán. El capitán sí perdió una extremidad y quedó mal. El capitán fue el que pisó la mina. Mi hijo únicamente se hinchó por dentro. Exactamente no me acuerdo del año, pero fue horrible. Pensé que había sido el final.

Le dije que se retirara

Algunas veces le dije que se retirara, que llevaba mucho tiempo dentro del Ejército, y me dijo que no, que estaba queriendo ganarse su pensión. Que él había aprendido solamente a echar plomo. Ya tenía muchas ideas, mucha rabia en su cabeza, miraba con odio a la guerrilla. Habían pasado muchos años. Tenía rabia de la situación del país. Su vida personal había cambiado, su forma de pensar había cambiado. Como a él no le pasó nada por fuera, solamente duró como un mes fuera del servicio, mientras se desinflamaba por dentro. Entonces volvió. Llegó al Caquetá y lo llevaron bien adentro, a las áreas más profundas de las selvas.

Casi no hablábamos porque por allá apagaban los teléfonos, uno no podía hablar con ellos. Pasaron dos años después de que se lo llevaron para el Caquetá, hasta 2015. Él había venido en febrero, y en marzo del 2015 estuvo con nosotros. Me dijo «madre, necesito que me dé una fotocopia de su cédula autenticada». En doce años de trabajo con el Ejército, nunca me había pedido una fotocopia de la cédula autenticada. «Es una tarea que le dejo. Voy a ir a Armenia y, cuando regrese, quiero que me tenga esa fotocopia autenticada». Pero me lo dijo varias veces, en diferentes tiempos, en varios días. Cuando vino, me volvió a pedir la fotocopia autenticada. Y me invitó, con un hermano de él, a comer ensalada de frutas en Soacha.

Espere que me maten  

Una noche, antes de irse, como a las diez y media de la noche, me dijo «madre, tengo que irme a Armenia de nuevo. Si no me alcanza a dar la fotocopia autenticada, pues me la manda». A mí me dio risa. Una risa. No risa de reírme, sino que me sonreí porque sé que el Ejército no le da nada a uno. «¿Y para qué quiere el Ejército una fotocopia de mi cédula autenticada? ¿Qué me va a dar a mí?», le pregunté, pero así como en tono burlesco. Entonces llegó y me miró. Abrió los ojos, me quedó viendo y me dijo «espere que me maten para que reclame». Yo me sentí horrible. «No, pero ¿por qué dice eso? No diga esas cosas». No me dijo por qué, no me dijo por qué. Yo me sentí mal.

Cuando llegó a Armenia, me pidió que le mandara las botas, que las había dejado. Eso era como el 15 de marzo, él tenía que presentarse el 17. Me dijo «hágame el favor y me manda las botas y yo pago la encomienda, y dentro de las botas mándame la fotocopia autenticada de la cédula». Fui y mandé autenticar mi cédula. Le limpié las botas y se las mandé en una cajita con la fotocopia de la cédula. Yo ya no volví a hablar con él. Empecé a llamarlo y tenía el teléfono apagado.

Él cumplió 30 años el 2 de marzo y se fue el 17. No se quiso ver con el papá porque pues ellos casi no se la llevaban. La forma de ellos dos como que chocaba. Él procuraba hablar muy poco con el papá, pero quince días antes, después de que se fue, mi hijo lo llamó y le dijo «hola, pa, ¿cómo está?». «Hijo, yo no tengo plata para hacerle recarga».

«No, papá, yo no lo estoy llamando para que me haga recarga. Lo estoy llamando para decirle que lo quiero mucho. Es que hay cosas que usted le dice a uno que son ciertas, y bueno, que estoy más cerca de Dios». Le dijo así. Y le dijo «papá, el presidente está aquí, el presidente Santos, y todo el mundo lo abucheó». «Sí, mijo, ¿qué piensa usted del presidente? ¿qué piensa de todo eso?». Mi hijo se quedó callado. Dice el papá que se quedó unos segundos así, callado. No le contestó más, nada más dijo «papá, me tengo que ir porque vamos a formar. Lo quiero mucho, después lo llamo».

Mi hijo no volvió a hablar con el papá. A mí sí me llamó el 24 de marzo, porque su hijo estaba cumpliendo seis años. El 12 de abril me estaba buscando desde las cinco de la mañana el enlace de él en el batallón. Era un domingo. Yo tenía el teléfono en vibrador. Me estaba llamando como desde las cuatro de la mañana. A lo último, estábamos todos en la casa, y salió uno de mis hijos al parque, a encontrarse con la novia. En vista de que no nos ubicaron a nosotros, llamaron a la mamá del niño. A ella le dijeron. El enlace le dijo que tenía algo que decirle, pero que no sabía cómo decirle. Entonces ella le dijo «pues dígame de una vez qué fue lo que pasó».

Rosa llamó a mi hijo que estaba en el parque con la novia. Yo veo es que mi hijo entra a la casa sin poder hablar. Trataba de hablarme, pero no podía. Entonces yo pensé que era que le había pasado algo a él, y empecé a decirle, a gritarle que qué le había pasado. Yo lo miraba a ver si le veía sangre, si lo habían apuñalado, no sé. Cuando logró decirme… me enloquecí ese día. Ahí perdí todo, el tiempo, no sé. Gritaba, me tiraba al piso, no, no. No sé. Fue la peor noticia que recibí en mi vida. No lo podía creer. Se me queda funcionando esa palabra, esa frase que me dijo a mí «espere a que me maten para que reclame».

Apartado literal del informe final de la Comisión de la Verdad, en su tomo Cuando los pájaros no cantaban’, páginas 51 a 54.

 

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