«Se acercaron unos fariseos que, para ponerle a prueba, le preguntaban: “Puede el marido repudiar a la mujer?” El respondió: “¿Que os prescribió Moisés?”. Ellos le dijeron: “Moisés permitió escribir el acta de divorcio y repudiarla”. Jesús les dijo: “Teniendo en cuenta la dureza de vuestros corazones escribió para vosotros este precepto. Pero desde el comienzo de la creación, los hizo varón y hembra. Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre, y los dos se harán una sola carne…” (Marcos 10,2-16).
En este domingo el Evangelio nos habla del matrimonio y la familia en nuestros días. Sitúa en el contexto de la enseñanza de Jesús sobre el Reino de Dios las cuestiones del divorcio y del adulterio para confirmar la grandeza divina de la unión del hombre y de la mujer en la vida matrimonial.
Después pone a los niños como prototipo en el ámbito del Reino. La concepción bíblica del matrimonio parte de los textos de este domingo (Génesis 2,18-24 y Marcos 10,2-16). La Iglesia considera el matrimonio como la “íntima comunidad de vida y de amor conyugal” (Gaudium et Spes, 48) y su fundamento bíblico es la afirmación de Jesús en Mc 10,6-8: “al principio de la creación Dios los creó hombre y mujer. Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre, se unirá a su mujer y serán los dos una sola carne. De modo que ya no son dos, sino una sola carne.” Aquí se subraya el carácter divino de la creación en un contexto de institución matrimonial, donde hombre y mujer, con autonomía y libertad constituyen una realidad humana nueva en virtud de su amor conyugal. Esta realidad de cada uno de los miembros de la pareja humana, hombre y mujer, es obra directa y singular de Dios, que los ha creado en condiciones de igualdad y dignidad. En el Evangelio de este domingo Jesús se remite a ese orden primigenio de la creación en el plan de Dios, y no a la ley de Moisés, permisiva con el divorcio en virtud de la obstinación y terquedad del pueblo de Israel. Jesús recupera así el ideal y los máximos éticos para la vida matrimonial.
Además, ante la cuestión del divorcio Jesús responde con el valor de la indisolubilidad del matrimonio, sosteniendo la fidelidad al proyecto de Dios, defendiendo a la mujer desamparada ante la frecuente arbitrariedad del marido que la podía despedir por cualquier motivo y podía abandonarla y dejarla en condiciones muy precarias de vida. En estos versículos bíblicos (Génesis 2,24; Marcos 10,7-8) se indica la orientación básica del matrimonio y están presentes las notas esenciales del matrimonio: autonomía, integración de la sexualidad en la vida personal, la comunión en la entrega amorosa y recíproca del hombre y de la mujer y la fidelidad mutua entre ambos.
Al final del evangelio Jesús habla de la entrada en el Reino de Dios y proclama que el Reino pertenece a los niños. Para entrar en el Reino hay que ser como niños. De ellos, dice Jesús, y además subraya que de los que son tales, es decir, como ellos, como los niños, es el Reino de Dios. Entre las características propias de los niños podemos fijarnos en su pequeñez, su fragilidad, su dependencia de los adultos, su inocencia y su alegría. Todos estos elementos hacen de los niños, en cuanto tales, personas confiadas en los adultos, acogedoras de todo lo que se les da y sencillos en la relación con los demás. Pero de todo ello Jesús destaca su capacidad de acogida, es decir, la virtud de su receptividad confiada, de modo que para entrar en el Reino Dios lo primero que hace falta es acoger el Reino. Pero el evangelio no dice ni qué es el Reino, ni dónde está, ni en qué consiste. Sin embargo, sí afirma cómo se entra en su dinamismo. Para entrar en el Reino de Dios, además de cortar radicalmente con todo lo que escandaliza, hace falta sobre todo la actitud de la acogida. El Reino es el amor de Dios que quiere reinar en cada persona para llevarlo a la salvación.
Ese amor fue anunciado como algo cercano en las obras y palabras de Jesús, pero ha llegado ya y se ha realizado con potencia en la muerte y resurrección de Jesús. Por eso Jesús, crucificado y resucitado, es el Reino y el Reinado de Dios en persona. El Reino de Dios no lo inventamos nosotros ni lo construimos, sino que nos es dado como un don y una gracia, que como niños podemos acoger. Es preciso acoger el Reino para entrar en él. Y acoger es algo más que recibir. Acoger es apreciar lo que se recibe, valorarlo como un tesoro, disfrutarlo como un regalo y entusiasmarse con su encanto. Eso es lo que hay que hacer con el Reino de Dios, que se nos ha dado en la persona de Jesús.