«En aquel tiempo, Jesús, para explicar a sus discípulos cómo tenían que orar siempre sin desanimarse, les propuso esta parábola: – «Había un juez en una ciudad que ni temía a Dios ni le importaban los hombres. En la misma ciudad había una viuda que solía ir a decirle: “Hazme justicia frente a mi adversario. “Por algún tiempo se negó, pero después se dijo: “Aunque ni temo a Dios ni me importan los hombres, como esta viuda me está fastidiando, le haré justicia, no vaya a acabar pegándome en la cara.” Y el Señor añadió: – «Fijaos en lo que dice el juez injusto; pues Dios, ¿no hará justicia a sus elegidos que le gritan día y noche?; ¿o les dará largas? Os digo que les hará justicia sin tardar. Pero, cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará esta fe en la tierra?». (Lucas 18,1-8).
Padre Elcías Trujillo Núñez
Hoy la Palabra del Señor llama nuestra atención sobre la eficacia de la oración perseverante. Las lecciones bíblicas nos invitan a reflexionar, un poco, sobre nuestra vida de oración. No se puede separar la oración de nuestra vida diaria; siempre van juntos. San Agustín dice: “Quien ora bien, vive bien”. También Santa Teresa, dice: “quien ora encuentra el camino hacia Dios”. Orar es hablar personalmente con Dios, hablar de persona a persona con Él. Nuestra oración es impersonal, cuando sólo es una repetición sin reflexión, cuando sólo es un mover de los labios, cuando no hay interés interior en lo que decimos exteriormente. Isaías dice: “Este pueblo me honra con sus labios, pero su corazón está lejos de mí”. (Isaías 29,13 – Mt 15,8). Orar personalmente, por el contrario, es tener un diálogo con Dios, una intercomunicación vital entre Dios y yo. Hablo con Él, como con una querida persona humana; hablo sobre mis intereses personales y familiares, y también sobre los intereses de Dios. Todo lo que personalmente experimento, siento, deseo, sufro; todo se lo cuento a Él. De tal manera me uno a Dios en la oración con todo mí ser, con toda mi alma, con toda mi vida, toda mi alegría, todos mis problemas.
Así nuestro orar quiere ser como un hablar con toda naturalidad, o como nos enseña Santa Teresita – un “charlar espontáneamente” con el Dios que me ama. Orar, en este sentido, toma al hombre entero, sobre todo su corazón. Porque la oración verdadera se entiende también como un diálogo de corazón entre Dios y el hombre. Hay un proverbio que dice: mejor es orar con mucho corazón y pocas palabras, que con muchas palabras y poco corazón. Porque orar con el corazón es signo de un amor maduro y de una vinculación profunda a Dios. Y a medida que el amor se vuelve más profundo, menos necesita de gestos y palabras para expresarse. Necesita cada vez más la tranquilidad, para mirar simplemente, para amar en silencio. Tal vez creamos que no tenemos tiempo orar. Pero no falta el tiempo sino la estimación de Dios. Porque tenemos tiempo para todo lo que nos parece importante: para el diario, para el deporte, para una fiesta, para muchas cosas. No tenemos tiempo para Dios porque Él no es importante, no tiene mucho valor para nosotros. Como cada amistad también nuestra amistad con Dios exige un poco de tiempo, un poco de atención, un poco de cuidado. Si no hay amistad y no hay Dios para nosotros: somos, en el fondo, ateos. Quizás no sepamos orar. Sabemos charlar con nuestros amigos, nuestros compañeros horas y horas. Pero no sabemos hablar con Dios ni siquiera unos pocos minutos por día. Cuanto más sencilla y filial es nuestra oración, tanto más gusta a Dios. Dios busca al hombre simple, que habla con Él, como un niño con su padre.
La filialidad, actitud fundamental del ser humano ante Dios, es también la actitud en la oración ante Dios. ¿Por qué no oramos como un niño? Él no dice mucho, repite lo mismo, por largo tiempo. Así oraba Cristo, así oraba María. Cuando así queremos orar el Padre nuestro, en el fondo es suficiente decir sólo “Padre”, con todo el sentido que encierra la palabra, porque todo está incluido en ella. Él es mi Padre y yo soy su verdadero hijo. Con todo su amor paternal me mira, me conduce, me cuida. Meditando, rezando, hablando así con Dios, mi oración me da mucha alegría y será eficiente. ¿Qué hemos de hacer para que nuestra oración sea eficiente? La Biblia y los maestros de la vida espiritual nos indican tres condiciones para que la oración sea eficiente: debe ser hecha con humildad, confianza y perseverancia.
Con humildad, reconociendo que Él es mi Padre y yo soy su hijo; con confianza, sabiendo que Él provee todo y Perseverante, es decir con la constancia que debe caracterizar nuestro amor a Él que todo lo puede. La oración centra mi vida, cuando se hace con humildad, confianza y perseverancia.