Petro contra el Congreso: ¿Disenso o deslegitimación?

El hundimiento del proyecto de reforma tributaria por parte del Congreso de la República, fue el detonante que provocó la ira del presidente Petro y el ataque contra uno de los pilares fundamentales del Estado colombiano.

En un iracundo discurso realizado en Barranquilla, el mandatario expresó: “Maldito el parlamentario que a través de las leyes destruye a su propio pueblo”. Tal aseveración generó respuestas de varios Congresistas y del mismo presidente del Parlamento, quien exigió respeto a sus decisiones.

Esta nueva confrontación generada por el Primer Mandatario, se suma a los múltiples desplantes y ataques dirigidos a la Rama Judicial, siendo uno de estos cuando calificó al presidente de la Corte Suprema de “negro y conservador”. El distanciamiento de esta Corporación se puso en evidencia con el rechazo a la condecoración propuesta por Presidencia. El argumento fue claro: la independencia judicial.

Este escenario de polarización institucional, sin precedentes en el país, no contribuye a las buenas relaciones de respeto y colaboración que deben primar entre las ramas del poder público.

La retórica utilizada por el jefe de Estado es propia de los mandatarios populistas, cuando culpa a las instituciones de sus derrotas políticas y denuncia al Congreso como un obstáculo para los intereses del pueblo, acusándolo de actuar en contra del bien común o de estar al servicio de élites corruptas.

Sin embargo, cuando este mismo Cuerpo Legislativo le ha aprobado buena parte de sus proyectos de ley o de reformas constitucionales, estaba obrando bien, pero ahora que no le aprueba la reforma tributaria es un Parlamento maldito.

En una democracia, la crítica es legítima, pero la deslegitimación de las instituciones es el primer paso hacia el autoritarismo. El Legislativo con todos sus defectos, es una rama independiente y autónoma que toma sus decisiones bajo el principio democrático de las mayorías.

El presidente debería entender que atacar los pilares que sostienen el equilibrio del poder no solo debilita las instituciones, sino que también erosiona la confianza del pueblo que dice representar.

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