Prostitutas nicaragüenses buscan reconocimiento laboral

A Estefanía la policía la golpeó y le quitó lo que había ganado en el bar donde vende favores sexuales, Conny se queja de la sobreexplotación en los clubes nocturnos, a Pamela no la dejan ver a sus hijos: cansadas, unas 500 prostitutas se unieron en Nicaragua para exigir respeto. MANAGUA  (AFP) Unas 500 prostitutas se unieron en Nicaragua para exigir respeto. A Estefanía la policía la golpeó y le quitó lo que había ganado en el bar donde vende favores sexuales, Conny se queja de la sobreexplotación en los clubes nocturnos, a Pamela no la dejan ver a sus hijos: cansadas, unas 500 prostitutas se unieron en Nicaragua para exigir respeto. “No somos basura. Hacemos este trabajo porque no hay empleo. Estaba pasando hambre”, afirma Conny, una madre soltera de 43 años, quien desde hace siete años trabaja en bares y a domicilio. Durante un examen de rutina en una clínica pública que atiende aprostitutas, Conny relata a la AFP que fue violada por su tío cuando tenía solo seis años y de joven fue maltratada por quien era su esposo. A su lado, Estefanía enumera los vejámenes sufridos. “Una vez la policía nos llevó presas, hicieron que nos agacháramos desnudas para revisarnos, nos golpearon y quitaron los reales (dinero)”, dice esta joven de 23 años, que se acuesta con unos diez hombres al día, por cinco dólares cada uno, sin que lo sepa su familia.  Relata que hay clientes que a algunas “las lanzan del carro desnudas, les tiran la ropa por la ventana y no les pagan”. Toda esa situación la hace caer en depresiones. Para ellas su trabajo es una actividad laboral más que debe ser aceptada y respetada por la sociedad. Prefieren que no se les llame prostitutas, sino trabajadoras sexuales.  Esperanzadas en defender sus derechos, se unieron a “Trabajadoras Sexuales Girasoles de Nicaragua”, primera ONG de ese sector en el país, cuya personería jurídica aprobó el Congreso en marzo. La ONG, afiliada a la Red de Trabajadoras Sexuales de Latinoamérica y el Caribe -con sede en Argentina- busca “cambiar el estigma” y que la sociedad deje de verlas como “personas que no valen nada”, afirma a la AFP la presidenta del grupo, María Elena Dávila.  Entre sus proyectos está gestionar fondos para prevenir enfermedades como el VIH-sida, ayudar a las enfermas, a las analfabetas, a las que tienen problemas de custodia de hijos y que su actividad llegue a ser reconocida como cualquier otra labor económica, explica. “No queremos ser vistas como pobrecitas, sino con respeto. Para nosotras este oficio es una opción” laboral, dice Dávila, quien aclara que la ONG sólo atenderá a las que “lo ejercen por voluntad propia para resolver” sus problemas económicos y no a las que lo hacen por adicción al alcohol o las drogas.  Pero la iniciativa no está exenta de polémica. “Puede provocar proliferación de ese tipo de actividades. El gobierno y la sociedad deberían promover otro tipo de iniciativas para rescatar a estas hermanas y ofrecerles un trabajo legítimo y digno”, dice a la AFP el presidente de la Conferencia Episcopal, René Sandigo, al calificar “denigrante” la prostitución. Muchas de estas mujeres han sido abandonadas, violadas, agredidas en su familia, y, sin autoestima, creen que la prostitución es la única manera de subsistir, explica a la AFP la sicóloga Eufemia Hernández.  “Con cada cliente te vas pensando en la comida de tus hijos” y “no si te van a matar o si te van a pegar”, dice Dávila. Según estimaciones, en Nicaragua unas 11.000 mujeres se prostituyen -2,8% padece VIH-sida-, en calles, mercados, bares, casas de citas y casinos. Al menos siete fueron asesinadas en los últimos cinco meses.  “Esto es difícil, aunque la gente diga que es una vida fácil. Hay clientes que quieren abusar”, lamenta Pamela, bailarina de un club nocturno, quien recibió a la AFP en el humilde cuarto en que vive en Esquipulas, a 13 km de Managua. Su marido la echó de la casa, la amenazó de muerte y le quitó a sus tres niños pequeños. “Mi sueño es tener a mis hijos conmigo y salir de esto”, expresó Pamela, violada a los 14 años después de que su mamá la abandonó junto a sus 11 hermanos. De minifalda negra, blusa escotada, de pie en la puerta de un hospedaje, Maritza, de 39 años, dice esperar que la ONG le ayude a conseguir empleo. “Hay veces que me quiero matar, ya no quiero esta vida”, confía a la AFP.

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