José Gregorio Hernández Galindo
Hace tres años, en marzo de 2014, cuando el entonces Procurador Alejandro Ordóñez Maldonado decidió destituir a Gustavo Petro del cargo de Alcalde Mayor de Bogotá e inhabilitarlo para el ejercicio de cargos públicos por un término de quince años, escribimos lo siguiente:
“Esa actuación desconoce el artículo 93 de la Constitución, según el cual los derechos y libertades en ella contemplados se interpretan de conformidad con los Tratados Internacionales sobre Derechos Humanos ratificados por Colombia. Se olvidó que la ley puede reglamentar el ejercicio de los derechos políticos por razones de edad, nacionalidad, residencia, idioma, instrucción, capacidad civil o mental, o condena, solo por “juez competente, en proceso penal”. Como el procurador no es un juez, carecía de competencia en este caso y el proceso que adelantó no fue judicial, ni penal, sino puramente administrativo”.
No es un concepto nuevo. Está en el Derecho Internacional de los Derechos Humanos y en pactos internacionales ratificados por Colombia desde antes de 1991, y, por tanto, las facultades sancionatorias del Procurador contempladas en la Carta Política y en el Código Disciplinario han debido ser siempre entendidas y aplicadas de conformidad con esos compromisos internacionales de Colombia. Es decir, los servidores del Ministerio Público, como los demás funcionarios administrativos (contralores, por ejemplo) carecen de atribuciones para aplicar sanciones de inhabilidad política confiadas exclusivamente a los jueces en los casos y en los términos del Tratado.
Es que, al tenor del mencionado artículo 93 de la Constitución, los tratados y pactos internacionales que reconocen los derechos humanos y que prohíben su limitación –inclusive durante los estados de excepción- prevalecen en el orden interno.
Estamos hablando de un criterio superior y prevalente, en cuanto toca con derechos fundamentales, como lo ha reiterado la Comisión Interamericana de Derechos Humanos y lo acaba de decidir la Sala Plena del Consejo de Estado (Sentencia del 15 de noviembre), los dos a propósito del caso de Gustavo Petro.
Los razonados argumentos del Consejo de Estado y de la CIDH encuentran sólido sustento en el artículo 23 de la Convención Americana de Derechos Humanos de 1969 (Pacto de San José de Costa Rica), aprobada por Ley 16 de 1972. Allí se destaca que la facultad de inhabilitar a una persona para el ejercicio de sus derechos políticos es de reserva judicial. Ello corresponde a una concepción democrática de la mayor importancia, cuyo sentido busca garantizar, entre otras cosas, que las sanciones disciplinarias, administrativas o de control fiscal no puedan ser usadas con un sesgo político ni repercutir en las posibilidades de elección o desempeño de cargos públicos de un ciudadano, sin un debido proceso adelantado ante órganos jurisdiccionales competentes y solo en materia penal.
No se olvide además que, como lo escribimos en su momento, en el caso de Petro la sanción fue desproporcionada, adoptada sin pruebas -ni siquiera de una falta disciplinaria- y con marcado sentido político.
La misma doctrina del Consejo de Estado debe ser aplicada en todos los otros casos de iguales características.
A nuestro juicio, la mencionada cláusula de la Convención Americana de Derechos Humanos hace parte del bloque de constitucionalidad, y en consecuencia no solamente obliga al Estado colombiano sino que, como la norma superior lo indica, prevalece en el orden interno.