‘Rivera, mi página más bella’

Ocho meses antes de morir, José Eustasio Rivera alcanzó a despedirse con un verso inédito, lleno de un amor platónico que nunca se consumó. Lolita Durán, su prometida, se quedó esperando mientras le guardó siete años de luto y le llevó flores a su tumba durante medio siglo. Crónica del centenario.

RICARDO AREIZA

Investigacioneshuila@gmail.com

Dos meses antes de partir a los Estados Unidos huyendo de los fracasos tormentosos que lo acecharon durante sus 40 años, el poeta José Eustasio Rivera, creyéndose Arturo Cova, lanzó su corazón al azar y se lo ganó la desdicha.

Decepcionado por sus desventuras apenas alcanzó a despedirse con un poema de amor que conservaba inédito, jurándole que regresaría para realizar la boda que soñaban. Pero le incumplió.

La muerte, sello final de su infortunio, lo sorprendió en el Polyclinic Hospital de Nueva York, después de cuatro días de permanecer en estado de coma.

Lolita Durán, su prometida, se quedó esperando. La boda, acordada en secreto, estaba programada para el año siguiente en la parroquia de Sogamoso, en la ciudad que les abrió el corazón y les hechizó el alma.

Los dos se habían conocido en Sogamoso, en el mítico valle de Iraca, territorio sagrado de los muiscas, cuando ella tenía apenas quince años. Rivera, 20 años mayor que ella, la conoció cazando venados en los inhóspitos páramos de Sogamoso, salpicado de frailejones y cóndores andinos.

Lolita Durán tocaba el piano con la misma habilidad con que disparaba escopetas de dos cañones. Le impresionaba cuando leía con facilidad las partituras, cuando los dedos se deslizaban suavemente sobre las teclas, veía sus manos que alternaban con fluidez y precisión, dejando volar como mariposas furtivas pinceladas de suaves| melodías.

Pero, además, se sorprendía cuando la veía tocar con la misma destreza la bandola y el violín. Le encantaba cuando sus dedos de la mano izquierda presionan las cuerdas en el diapasón y la otra se deslizaba lentamente sobre las cuerdas.

Era excelente amazona, tejía a la perfección nudos decorativos de macramé y conocía los secretos de la más refinada culinaria de la época. Cursaba su tercer año de bachillerato y la poesía, sin querer, terminó acercándolos.  

– “A él, le gustaba que me hubieran criado como a un hombre. A mi abuela no”, confesó.

– “Mi padre -dijo- prefería que yo cogiera las costumbres de mi único hermano, en vez de que él comenzara a interesarse por las muñecas”.

José Eustasio Rivera, el vate enamorado.

Enamorado solitario

Rivera, de 35 años, había empezado una estupenda carrera como abogado y diplomático, escritor naciente, pero, ante todo, un enamorado solitario que buscaba los halagos de la gloria entre sus versos.

Por esa época ya tenía escrita la primera parte de ‘La Vorágine’ contando con la magia de su iluminada pluma, los horrores que padecían centenares de caucheros en las desconocidas selvas de la amazonía.

Dos años antes, en 1921, publicó su primer libro de sonetos que le permitió acariciar la fama y a padecer en medio de su grandeza los ataques furtivos propinados incluso por sus cercanos contertulios.

En ese ambiente, Rivera conoció a Lisando Durán Isaza, su suegro, ambos creyentes, los dos conservadores, y juntos, cazadores innatos, diestros y apasionados.

“Fue mi padre quien lo llevó a nuestra finca ‘Las Monjas’. Lo conoció en Bogotá, en la casa de su amigo Félix Duzán. Se lo presentó como un gran cazador y un gran poeta”, recordó Lolita, reconstruyendo años después esa página inolvidable que nunca pudo terminar porque el destino aciago que le persiguió toda su vida, le frustró esa lúcida carrera.

Lolita Durán, la ilusionada presentida.

Cazador y poeta

“Lo que más lo acercó a mi padre fue su pasión por la caza y sus ideas- recordó Lolita Durán-. La caza les apasionaba”, dijo. A ella también le gustaba disparar como hombre en animadas cacerías que se extendían durante varios días. “Eran verdaderas expediciones”. En esas faenas en los páramos tutelares llevaban impresionantes jaurías que animaban la cacería.

“Cuando íbamos a los páramos la cacería duraba tres o cuatro días. Se cazaba hasta las cinco de la tarde”, relató Lolita Durán.

Antes armaban los toldos separados para los hombres y las damas. Y más al fondo otro para los sirvientes, encargados de la cocina. Los invitados llevaban fusiles, escopetas de dos cañones y rifles. Rivera siempre llevaba una carabina que le compró a mercaderes alemanes y que cuidaba con celosa devoción.

Después de las cinco de la tarde, en medio del frío secular de los páramos de Suescún, tocaban tiple mientras degustaban una copa de vino. Otras veces salían temprano hacia los cerros cercanos a cazar zorros salvajes.

“Desgraciadamente siempre estábamos rodeados. Nunca solos. Para estar juntos tocaba echarse veinte mil bendiciones”, recordó.

A los dos, los unieron los caballos. Ambos disfrutaban las cabalgaduras, amaban la vida, el campo, los atardeceres y el canto de los pájaros en esas lejanías.

Los últimos sonetos

“¿Quién cuando yo muera, consolará el paisaje?” – le recitaba Rivera al borde de una quebrada que los arrullaba con sus remansos cálidos mientras grababan las iniciales de sus nombres en las cortezas de aceitunos silvestres que circundaban la casona. Era un inmenso caserón de paredes blancas con enormes ventanales y largos corredores, donde sobresalían sus doscientas columnas de madera fina adornadas con las cabezas disecadas de los venados que cazaban. En el fondo sobre una verde pradera contemplaba un cerco de piedras nativas y cercas vivas, un cultivo de mandarinos cargados y bajo un enorme sauce escribía sus últimos sonetos.

Allí, en ese inmenso caserón, rodeado de jardines, repleto de alcobas, con un zaguán inmenso y amplios pasillos, Rivera terminó el 21 de abril de 1924, la única novela que lo llevó a la gloria, después de muerto.  

Madrugaba. Escribía al aire libre, bajo un naranjo silvestre, alejado del ruido.

“Él nunca me habló de los amores que había tenido. No me dejó leer La Vorágine. Me contó que la había terminado. Nunca habló de Alicia. Esa historia, -me dijo- no era para muchachas como yo”.

Rafael Valdés, Lolita Durán y Gabriel Camargo.

Amor y muerte

Según Rivera, esa era una trágica epopeya de amor y muerte, el cuadro de una lucha vigorosa y cruda; un infierno verde, sádico y cruel que se levantaba para redimirse de la maldad, la traición, el anonimato y el destierro. Era una saga magistral llena de ultrajes, donde solo el amor se salva.

Por eso se apresuraba a publicar la historia, buscando por lo menos un rayo de justicia. Por lo menos, el eco de esa tragedia que la selva devoraba.

“Es la muerte que pasa dando la vida”, decía en voz alta como lo consignó siete meses después, el 24 de noviembre de 1924 en los talleres de la revista Cromos.

En cambio, Lolita solo conoció los versos, los mismos que recitaba en las orillas del río Moniquirá mientras recogían flores silvestres. En la casa paterna, como un pretexto para encontrarse, repasaban las clases de literatura y las notas de piano o de violín.

“Me decía cosas tan bellas que parecían poesías”, recordó. Rivera nunca se enojaba. Ni siquiera cuando supo que un joven piloto le arrastraba el ala. Rivera lo supo, pero no se inmutó.

– ¿Has vuelto a volar? – le preguntó

-No, le respondió Lolita.

– ¿Sabes por qué?

Entonces, ella tomó aire y se lo repitió de memoria:

“Porque tengo alas más sin pulmones por eso es negro mi hastío y amargas son mis canciones porque entre mis ilusiones está lloviendo”.

Rivera emocionado al escuchar de sus labios un verso suyo, sintió que ese día también en su corazón no escampaba.

En cambio, el piloto enamorado voló otros senderos buscando un amor no redimido en su corazón huérfano de amparo.

La última partida

Rivera entendió que el camino, como el amor, estaba despejado para que sus denuncias tuvieran eco. Pero fracasó.

El ministro de Guerra, general Carlos Jaramillo; el obispo de Garzón, monseñor José Ignacio López; y el séquito de sus camanduleros lo vetaron. Sus funciones como representante a la Cámara cesaron y sus denuncias como la selva, las devoró la impunidad.

Decepcionado, Rivera regresó a la hacienda ‘Las Monjas’. Allí le anunció su partida. Rivera le contó que aspiraba a publicar la quinta edición de su novela, traducirla al inglés y hacer de ella una película.

Lolita, sorprendida, quiso entender esa decisión. “Habíamos hecho planes para casarnos a su regreso”, le confesó a José Hernández. La boda sería el 2 de agosto de 1929 como lo habían programado en la parroquia de Sogamoso cuando ella cumpliera los 17 años.

“Pero hasta la separación fue dramática. Se despidió a su manera. Se despidió con un poema que bautizó ‘Ilusión’, le comentó. Los dos repasaron los versos de aquella despedida, la última y la más bella: “Ya tu recuerdo llevaré grabado para siempre mujer dentro de mi alma, porque tú siempre a mi existencia has dado, amor y fe, serenidad y calma”.

Luego leyeron el segundo verso con el mismo frenesí de tiempos idos. “No te irás de mi lado te lo imploro, necesito mirarme en tus pupilas, si en mis versos te digo que te adoro, me lo dices tú a mí cuando me miras”.

Luego de cumplir su última misión diplomática en Cuba, Rivera desembarcó el miércoles 25 de abril Nueva York, como lo había soñado.

Ocho meses después, mientras recibía a las hijas del general Avelino Rosas, quien se levantó contra la tiranía, sintió fiebres y mareos y se desvaneció en forma fulminante hasta que se quedó dormido en el hospital policlínico. Así permaneció cuatro días hasta que falleció en la madrugada del sábado primero de diciembre.

Luto eterno

Lolita, su dulce y recordada prometida, apenas sobrevivió a su nostalgia. Dos años después se casó con Ernesto Castro, de cuya unión hubo cuatro hijos.

“Su muerte me hundió en la nostalgia. Le guardé luto casi siete años. Siempre lo recordé. Eso pudo haber molestado a mi esposo, pero mientras él vivió nunca hablé de José Eustasio”, le confesó al periodista José Hernández.

Sus hijos le respetaron siempre, ese amor perdido, tal vez platónico que Lolita Durán sintió por el romántico cantor. Los cinco le llevaron flores al cementerio central en Bogotá, todos los lunes durante cincuenta años.

Ella leyó todas sus obras y le siguió sus pasos. “Le hice algunos versos porque Rivera fue mi página más bella”, recordó.

“Nada ha podido en la existencia mía, borrar el sello que me imprimiste en ella – declamaba-. Mi diario me dice cada día que fuiste tú mi página más bella”.

Lolita Durán murió el 12 de agosto de 2004, como la ilusionada presentida, como la novia eterna, esperando vestida de blanco como un presagio, una aureola de amor para su frente.

Una nueva historia: así se rediseñó LA NACIÓN

A partir de hoy inicia “una nueva historia” para el Diario LA NACIÓN, que tiene sus cimientos en lo...

Alistan juicio contra excandidato a ...

El excandidato a la Alcaldía de Neiva, Wilker Esneider Bautista Macías, fue acusado de presuntas irregularidades en contratos en...

Huecos de la calle 15 de Neiva, “una trampa silenciosa”

Comunidad del sector de la calle 15 están preocupados por el avanzado estado de deterioro de la vía. Piden...

Síguenos en:

Artículo Relacionado

Alistan juicio contra excandidato a ...

El excandidato a la Alcaldía de Neiva, Wilker Esneider Bautista Macías, fue acusado de presuntas irregularidades en contratos...

Joven aceptó crímenes y enfrenta ...

Las pruebas llevaron a Jostin Santiago Zapata Rueda a confesar su responsabilidad en el intento de asesinato de...

‘Batallón de alta montaña para frenar a disidencias en el occidente del Huila’

El bloque central ‘Isaías Pardo’, comandado por alias ‘Iván Mordisco’, tiene atemorizados a autoridades civiles, líderes comunales y...

Fleteros del fin de semana fueron enviados a la cárcel

Los tres hombres de la banda de fleteros que se robó cerca de 350 millones de pesos fueron...