Después de siete meses de exilio voluntario, el primero de diciembre de 1928, José Eustasio Rivera sintió, como en su prosa, ¡Un grito de espanto! ¡Vaciló! ¡Y cayó como si estuviera dormido! Crónica del centenario.
Poco antes de morir, José Eustasio Rivera alcanzó a despedirse de las hijas del general Avelino Rosas, héroe liberal en la Guerra de los Mil Días.
Ellas notaron sin recelos que su vitalidad se apagaba lentamente, tenía la mirada perdida y la fiebre alta. Observaron que no reaccionaba, lo notaron desorientado y por un instante pensaron que no estaba despierto.
“Me voy desvaneciendo, me evaporo”, pensaba, tal vez como su verso. Ellas también sintieron -como su prosa- que su espíritu vagaba por los montes como una luciérnaga de oro.
Su amigo Carlos Puyo tuvo la misma impresión. “El semblante de Rivera era malo en verdad y me cuidé bien en no decírselo”, confesó.
El escritor apenas lo abrazó, como un mal presagio, como una señal trágica, como si ese abrazo, como una estrella aciaga, confirmara su infortunio que lo persiguió incluso en el exilio.
Bertha y Tulia Rosas Patiño, ambas colombianas como su madre, lo atendían con admiración y consentían sus caprichos. Las tres conocían sus quebrantos, tanto como sus versos, pero sospechaban que todo, menos su corazón, no andaba bien.
A finales de mayo Teresa Patiño de Rosas lo conoció en persona. Ella también lo consentía y recitaba sus versos como sus hijas y sintió que a todos los unía el infortunio.
Ellas habían emigrado a Estados Unidos después de la muerte del general Avelino Rosas, capturado estando herido y luego asesinado en su calabozo por tropas del gobierno conservador.
Desencantado de su tierra -como ellas-, Rivera se radicó en Nueva York luego de navegar por el mar caribe, saliendo de Barranquilla. Se alojó en el hotel ‘Le Marquis’ el 24 de abril de 1928, recomendado por su amigo Puyo.
Allí también conoció a ‘Velascoco’, su consagrado confidente. Tres semanas después, Velasco lo convenció para que dejara el hotel y lo recomendó ante la viuda del general Rosas. No lo dudó.
Doña Teresa, alejada de los resquemores de la guerra civil, lo hospedó en el apartamento 114, ubicado en el costado occidental de la calle 73 en Manhattan. Cerca de allí estaba el Verdi Square, un pequeño parque triangular que frecuentaba Rivera y bajo la plaza, la entrada original de la estación del metro servida por trenes.
Ese apartamento localizado en el primer piso del edificio, a cuatro cuadras del Museo de Historia Natural, se convirtió en su oficina personal. También era la sede de la Editorial Andes, su principal meta. Desde ese despacho improvisado Rivera puso a volar todos sus sueños.
Soñó volar
De pie, sobre la cúpula del farallón lejano, – como lo recitaba- levantó sus alas. La cúspide era la traducción al inglés de ‘La Vorágine’ y hacer de ella una película. Ese no era un secreto. Ese ensueño que latía en su corazón se lo había anticipado en Cali a Luis Franco Zapata, el hombre que le inspiró esa historia de amor en las orillas del Casiquiare. Zapata, inmortalizado como Arturo Cova, no lo animó en esa proeza ni le tendió las alas.
Luego soñó volar -como su soneto- los soles silentes de otro mundo cuando conoció el zepelín Graf, después de su inédito aterrizaje en Nueva Jersey con una tripulación de cuarenta pasajeros.
El enorme dirigible alemán, comandado por el capitán antinazi Hugo Eckener, había terminado el primer vuelo alrededor del mundo. Esa locura, como la de su paisano Benjamín Méndez Rey, también alimentó sus sueños.
Rivera llegó el domingo 21 de octubre al hangar de Lakehurst. Lo acompañaba José A. Velasco. Los dos tomaron el tren ida y regreso entre Nueva York y Nueva Jersey.
- “Cada boleto nos costó 1,50 dólares”- recordó.
El tren partió a las 10 de la mañana y regresó el mismo día a las 3:15 de la tarde a la estación de la Calle 72, en el parque Verdi, cerca del apartamento de Rivera.
“Volar había pasado de ser un acto poético a una hazaña”, afirmó el profesor Nicolás Duque.
Miles de erratas
La traducción estaba en marcha. Primero habló con el crítico Von Angel Flores, el traductor de ‘La tierra baldía’ (The Waste Land) del poeta Thomas Stearns Eliot. Además, introdujo a Kafka y a García Lorca en Estados Unidos. No hubo acuerdo. Solo quedó Earl K. James. La traducción resultó fallida.
Rivera revisó el texto final de la novela, señaló a mano miles de erratas, cambió numerosas palabras, eliminó las fotos que aparecían en las primeras ediciones y conservó el vocabulario de palabras raras que introdujo en 1926 en la tercera edición. Ahora, agregó dos croquis y tres mapas de sus travesías por la selva amazónica.
Luego remitió a todas las librerías la presentación oficial de ‘La Vorágine’. Los sobres con etiquetas contenían un folleto con los precios de la novela. Rivera cuidó todos los detalles: imprimió miles de tarjetas de presentación y etiquetas promocionales, incluso contrató un paquete de fotografías suyas, tomadas en estudio, en papel brillante para enviarlos a los periódicos y revistas.
“El libro en pasta de tela roja tenía un precio de dos pesos y los libros con pasta de imitación cuero costaban dos pesos con cincuenta”, recordó Velasco.
Luego comenzó a escribir el discurso memorable, que sería como el pase de abordaje para su propio zepelín.
Sus alas al cielo
El anuncio lo hizo en un homenaje en la Casa Hispana de la Universidad de Columbia que le tributaba el filólogo y crítico español Federico de Onís Sánchez. Luego de su discurso, Rivera se levantó con elegancia, abrió ligeramente la solapa de su traje oscuro y del bolsillo izquierdo sacó un texto de cuatro páginas escrito a máquina, que leyó pausadamente.
Esa noche Rivera extendió sus alas y emprendió el vuelo. Sabía que tendría que alcanzar altura, aprovechar la fuerza de los vientos y dejarse llevar por ellos como las águilas. Esa noche al lado del escritor catalán Bartolomé Soler, también exaltado, elevó con gran ruido, sus dos alas al cielo, como sus versos.
“En el papel quedaron marcados los dobleces, las arrugas, y los rastros de los dedos de la mano que lo escribiera”, relató Bernabé Riveros.
“En las cuatro hojas blancas quedaron marcadas hasta las señales de la nerviosidad de quien ya sentía el empujón aleve de la muerte”, subrayó.
Ese día las hijas del general Avelino Rosas lo vieron como su soneto, “rendido ante el dolor de la penumbra”.
Días después, Carlos Puyo Delgado notó su pesadumbre en las playas de Rockaway. Los dos estaban alojados en una misma habitación en el Park Inn Hotel en el distrito de Queens.
“Esa noche, -dijo- no sé si dormido o despierto, Rivera empezó a tener un ronquido seco y agudo, era como una especie de gorgoteo extraño”.
Puyo sintió que su garganta crepitaba, escuchó roncos aleteos y le parecieron burbujas en ebullición y creyó que eran gárgaras de roca fundida que eruptaban como un volcán insomne. Sin embargo, no se atrevió a interrumpirlo.
Rivera parecía dormido, estaba acurrucado en una cama adicional, resguardándose del frío.
Horas antes, Rivera le había confesado su malestar.
“Me siento enfermo” – le aseguró en la recepción del hotel.
El último adiós
Rivera afectado por una fiebre ciclópea había llegado tarde a la cita. Vestía un abrigo negro pesado, guantes de cuero y un sombrero gris con una cinta negra. En ese lugar, frente a la playa, estaba hospedada la delegación colombiana encargada de despedir, al día siguiente, al piloto Benjamín Méndez Rey antes de emprender una loca travesía por el Atlántico. Cuando arribó, todos dormían. Eran las 10 de la noche. Puyo lo recibió en el vestíbulo.
- “¿Qué te pasó?” – le dijo mientras le estrechaba la mano.
“Figúrate que he vuelto a sentir el malestar que me pillé en la selva”, le repitió. Puyo lo escuchó atento.
“Como a esa hora ya no había habitaciones disponibles, le sugerí al encargado del hotel que pusiera otra cama en mi cuarto”, recordó Puyo Delgado.
“A las cuatro de la mañana, habiendo pasado la noche en vela, nos levantamos porque el vuelo debía salir a las 4:30”, agregó.
El encargo
Poco antes de las 6 de la mañana de ese viernes 23 de noviembre de 1928, cuando el aviador colombiano se aprestaba a abordar el Curtiss con el que cruzaría el Atlántico, Rivera le entregó dos de los cuatro originales de “La Vorágine”.
El primer libro tenía nombre y dedicatoria propia: Miguel Abadía Méndez, el único Presidente de la República que no tuvo rival.
Recordó que dos años antes, Abadía de 59 años, nacido en Coello, en el Tolima Grande, se había presentado como candidato único, en unas elecciones donde solo votaron los conservadores.
Los liberales como el general Avelino Rosas, prefirieron abstenerse alegando que los comicios “eran una farsa contra la democracia”.
El segundo libro debía entregarlo en Bogotá al director de la Biblioteca Nacional José Miguel Rosales, (1926-1929), además, presidente de la Sociedad Geográfica de Colombia, quien lo asesoró en sus investigaciones.
Los otros dos fueron para Carlos Puyo y José A. Velasco.
Sin saber que ese sería su último acto público Rivera, se paró frente al avión ´Ricaurte’.
-Fue bautizado así en honor al prócer Antonio Ricaurte, muerto de un balazo en San Mateo- apuntó.
Al lado izquierdo, estaba Puyo y en el centro, justo frente a las hélices del hidroavión, estaba el piloto, Benjamín Méndez, quien se aprestaba a inaugurar el primer vuelo entre Nueva York y Bogotá. Esa fue la última foto que se tomó en vida.
La pesadilla
Méndez tampoco sospechó que esa sería la última despedida y el comienzo de otra pesadilla. El piloto consultó el estado del tiempo y calculó la ruta en la antigua estación naval.
-La primera escala será en Jacksonville, Florida- les dijo- Era la misma ruta que realizó once meses antes el ídolo norteamericano Charles Lindbergh aterrizando en el campo aéreo de Serrezuela (hoy Madrid, Cundinamarca).
Rivera y Puyo, regresaron a Nueva York. Lo hicieron en el metro. Los dos salieron de la estación, desayunaron por segunda vez y se dirigieron a la oficina de Puyo. Rivera le envió una felicitación al director del periódico antioqueño Mundo Al Día, Arturo Manrique, patrocinador del histórico vuelo.
“A su regreso del aeropuerto Rivera cayó enfermo y en pocos días entró en fiebre alta, estupor, inconciencia, convulsiones y hemiplejía”, relató el médico Eduardo Hurtado. Ese día permaneció en el apartamento, revisando la edición de prueba, terminó las correcciones tipográficas y gramaticales. Antes de su publicación, contabilizó tres mil enmendaduras.
Ese lunes, en la cama, le reportó al editor la última errata y el martes 27 se levantó y conversó con varios amigos. Entre ellos, estaban las hijas del general Avelino Rosas.
Ellas, seguramente, nunca supieron que algunos parientes de Rivera, al mando de las tropas del gobierno conservador, habían enfrentado las huestes insurgentes del general Avelino Rosas, derrotado en la batalla de Matamundo en Neiva y, un año después ultimado a tiros, estando preso, por órdenes de un obispo encomendero.
Últimos suspiros
A la una de la tarde ellas vieron que se derrumbaba. Rivera sintió que se desvanecía, percibió una réplica de temblores involuntarios en todo el cuerpo, se sorprendió con la palidez de su cara, los dientes castañeteaban, y su respiración se tornaba rápida y superficial.
Un escalofrío lo estremeció como si fuera un torrente voraz que recorría su espalda, bordeaba la nuca y luego se extendía por todo el cuerpo cubriéndolo de frío. Le informaron a Velasco y luego a Carlos Puyo.
A las cinco de la tarde, doña Teresa Patiño, confirmó que su vitalidad se evaporaba, que su ser, como una estrella aciaga se apagaba.
“Me parecía que estaba muerto y que estaba vivo”, imaginaba, tal vez, recordando las dolencias de Arturo Cova. “Me oía la voz y era oído”, repetía- “¿Era alguna alucinación? ¡Imposible! ¿Los síntomas de otro sueño de catalepsia? Tampoco”.
Después, el primero de diciembre, como en su prosa, ¡Un grito de espanto! ¡Vaciló! ¡Y cayó como si estuviera dormido!
*Espere mañana: La eterna espera.