Sordo es aquel que no soporta la música del amor y la verdad

Padre Elcías Trujillo Núñez

«Se marchó de la región de Tiro y vino de nuevo, por Sidón, al mar de Galilea, atravesando la Decápolis. Le presentan un sordo que, además, hablaba con dificultad, y le ruegan imponga la mano sobre él. El, apartándole de la gente, a solas, le metió sus dedos en los oídos y con su saliva le tocó la lengua.  Y, levantando los ojos al cielo, dio un gemido, y le dijo: «Effatá», que quiere decir: «¡Ábrete!». Se abrieron sus oídos y, al instante, se soltó la atadura de su lengua y hablaba correctamente. Jesús les mandó que a nadie se lo contaran…» (Marcos 7,31-37).

El Evangelio de Marcos relata la curación del sordomudo en la Decápolis, es decir, fuera de los límites de la Palestina judía. Jesús rompe las fronteras nacionales para hacer presente la cercanía del Reino de Dios. El contacto con Jesús abre el oído de los sordos, capacita la expresión de los sin voz, suscita la palabra correcta y otorga la plena libertad a las personas, porque en él empieza una nueva humanidad.

Los profetas de Israel usaban con frecuencia la «sordera» como una metáfora provocativa para hablar de la cerrazón y la resistencia del pueblo a Dios. Israel «tiene oídos, pero no oye» lo que Dios le está diciendo. Por eso, un profeta llama a todos a la conversión con estas palabras: «Sordos, escuchad y oíd». En este marco, las curaciones de sordos, narradas por los evangelistas, pueden ser leídas como “relatos de conversión” que nos invitan a dejarnos curar por Jesús de sorderas y resistencias que nos impiden escuchar su llamada al seguimiento. El evangelio de este domingo nos ofrece sugerencias para trabajar esta conversión en las comunidades cristianas.  El sordo vive ajeno a todos. No parece ser consciente de su estado. No hace nada por acercarse a quien lo puede curar. Por suerte para él, unos amigos se interesan por él y lo llevan hasta Jesús. Así ha de ser la comunidad cristiana: un grupo de hermanos y hermanas que se ayudan mutuamente para vivir en torno a Jesús dejándose curar por él. La curación de la sordera no es fácil. Jesús toma consigo al enfermo, se retira a un lado y se concentra en él. Es necesario el recogimiento y la relación personal. Necesitamos en nuestros grupos cristianos un clima que permita un contacto más íntimo y vital de los creyentes con Jesús. La fe en Jesucristo nace y crece en esa relación con él.  Jesús trabaja intensamente los oídos y la lengua del enfermo, pero no basta. Es necesario que el sordo colabore. Por eso, Jesús, después de levantar los ojos al cielo, buscando que el Padre se asocie a su trabajo curador, le grita al enfermo la primera palabra que ha de escuchar quien vive sordo a Jesús y a su Evangelio: «Ábrete».  Es urgente que los cristianos escuchemos también hoy esta llamada de Jesús. No son momentos fáciles para su Iglesia. Se nos pide actuar con lucidez y responsabilidad. Sería funesto vivir hoy sordos a su llamada, desoír sus palabras de vida, no escuchar su Buena Noticia, no captar los signos de los tiempos, vivir encerrados en nuestra sordera. La fuerza sanadora de Jesús nos puede curar.

El sordomudo personifica nuestra propia situación como “sordos” y “mudos” frente a Dios y a los demás: desconectados, incomunicados, solitarios – en una palabra: “cerrados”. Así Cristo viene hoy de nuevo y nos grita la única palabra que pronunció en ese caso: ¡“effetá”, ábranse!

La única palabra que Jesús pronuncia en el evangelio es “effetá”, que quiere decir: “ábrete”. Jesús abre al hombre. Jesús mismo es y fue modelo perfecto de esa apertura en su doble dimensión. Él está abierto al Padre en la meditación, la oración y, sobre todo, en una obediencia que lo lleva hasta la cruz. Esa misma obediencia al Padre lo lleva también a la apertura hacia los hombres. Su atención a los demás no tiene límites de horario, sobre todo cuando se trata de los más pobres, enfermos.

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