Irma López ve a las retroexcavadoras remover escombros y llora. Se aferra a su hijo y, en la oscuridad sentada bajo un árbol, pide con un hilo de voz que su marido esté con vida.
Juan Jiménez está atrapado bajo un montón de ladrillos, de hierros retorcidos, de paredes que se vinieron abajo, restos de una buena parte del palacio municipal de Juchitán que no aguantó el temblor de la tierra.
El mayor terremoto en sacudir México en casi un siglo, de magnitud 8,2, golpeó con especial virulencia a esta ciudad del estado de Oaxaca. Aquí murió la mayoría de las 61 personas (45 en Oaxaca, 12 en Chiapas y cuatro en Tabasco) que perdió la vida en el país.
El terremoto al filo de la medianoche del jueves hizo temblar a millones. Pero nadie sufrió tanto como Juchitán: 36 fallecidos y una de cada tres casas en esta población de 75.000 personas declarada inhabitable.
A 24 horas del desastre, el centro histórico de la ciudad era un mar de calles cortadas, vidrios en la vía pública, paredes agujereadas y pilas de escombros por doquier. Construcciones que quedaron en el suelo. Solitarias, abandonadas e inexpresivas.
Pero el silencio en la cara de la gente, espectadores de una búsqueda desesperada, era suficiente para transmitir la emoción de un pueblo golpeado. En la negrura de la noche, su rostro casi indivisible, Irma López seguía sin poder contener las lágrimas: “Confío en que va a aparecer, en que va a aparecer con vida”.
Su marido, policía del ayuntamiento, trabajaba allí cuando llegó el temblor, a metros de donde ella ahora espera que de la maraña de socorristas, policías, soldados, marinos y perros que buscan, salga Juan.
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