Por: Martha Rentería.

Dos tragedias han marcado la vida de Concepción Erazo; primero perdió a su esposo en medio de la violencia y hace cinco meses una avalancha de piedra y lodo se llevó consigo su negocio y las paredes de su vivienda en el barrio San Miguel de Mocoa. Hoy pasa sus días tejiendo sombreros de iraca.

En un fogón de leña y junto a la olla que utiliza para teñir la fibra de iraca, con la que teje los sombreros que saca al mercado, doña “Rosita” como solían llamar sus vecinos fallecidos a Concepción Erazo, recordó las horas que antecedieron al momento en que la fuerza de la naturaleza se llevó consigo a sus amigos, vecinos y conocidos, además de las pertenencias que había conseguido tras años de esfuerzo.

“Mataron a mi esposo en La Dorada Putumayo, llegué a Mocoa con los brazos cruzados y con mucho trabajo conseguí el lote donde levanté mi casa. Me faltaba un año para terminar de pagarla, pero hoy las paredes del primer piso están destruidas”.

Un sentimiento de dolor y angustia embarga su rostro, y no es para menos, recordó que un día antes y luego que un banco le hiciera un préstamo, su hijo Octavio Erazo, había instalado un local para prestar el servicio de videojuegos e internet. Y todo se perdió al paso de la avalancha. No hubo tiempo para cosas materiales, tan solo cuidaron sus vidas y ayudaron a quienes llegaban pidiendo auxilio. Entregaron lo que tenían de ropa y comida. Lo entregaron todo.

Doña “Rosita” se dedicaba a la venta de gallinas, pollos ahumados, rellenas, carne asada y picada. Esa era su felicidad y la forma de conseguir las cuotas para el banco y el sustento diario. Había trabajo de esa forma por mucho tiempo y tenía clientes que nunca le fallaban.

“Ese día preparé poquita comida, como que presentía algo porque miraba que el cielo estaba oscuro por el lado de la cordillera. Los clientes me preguntaron por comida, pero ya no había. Entonces les dije que si Dios permitía, mañana los esperaba temprano. Al día siguiente amanecimos sin nada. En las paredes solo quedaron los números donde se habían puesto los computadores el día anterior”.

Hoy nada de eso queda. Pero la situación es tan difícil, que regresó a su casa junto a su madre de cien años de edad, aún consciente del peligro que representa estar ahí. Pero no tiene otra opción, el subsidio de arriendo que entrega el Gobierno no le alcanza para pagar un hospedaje digno. Y sin tener una estufa, decidió ubicar un fogón frente a su casa para poder allí cocinar sus alimentos.

Por el mismo motivo, una de sus hijas también regresó y cada vez que llueve se exponen a lo que dicte la naturaleza. Su único refugio es Dios. A él le piden protección, porque al momento y luego de cinco meses de aquella noche trágica, el Gobierno no ha dado una solución real a la problemática que generan las quebradas que surcan más de 15 barrios de la ciudad de Mocoa.

Tejiendo sombreros

Concepción Erazo, hoy se gana la vida vendiendo los sombreros que teje junto y sus hijas. Pero el tejido, además de ser una práctica milenaria que aprendió de su anciana madre y que hacía treinta años no practicaba, se ha convertido también en una terapia para olvidar el dolor, la tristeza y las imágenes desgarradoras de niños y adultos que perdieron la vida en medio de la avalancha.

El daño psicológico ha sido tal, que no recuerda los nombres de las personas que la visitan diariamente y que de forma solidaria compran sus sombreros. Solo recuerda que una vez más y como otras tantas veces debe empezar a caminar con una nueva nostalgia.

“Una vez vino un señor que no recuerdo su nombre porque estoy mal de la memoria luego de lo que tuvimos que vivir. Celebraron un cumpleaños, yo arreglé una mesita, comimos torta, cantamos y ese día la pasamos bien. Fuimos felices varias familias”

Luego de tantos años dedicados a otros oficios y a la crianza de sus hijos, doña “Rosita” vio en el arte del tejido una oportunidad para empezar a trabajar por ella y sus familiares. La adversidad no la ha derrotado, se mantiene feliz en lo que hace y a quienes se acercan a su fogón los recibe con un vaso de agua de panela.

“Un día me puse a recordar que yo sabía tejer la iraca, y con mis hijas decidimos empezar a practicar otra vez lo que mi madrecita me había enseñado hace más de treinta años. Y no se me ha olvidado.  Lo que uno aprende de niño nunca se olvida. Y trabajando con esa herencia es que hoy intentamos sanar las heridas y pasamos la vida”.

Empezar a tejer, las obligó a buscar la mejor iraca. En Putumayo no la consiguieron y ante esa dificultad, la piden cada vez que se les agota a sus familiares residentes en Nariño. Hay de diferentes precios y tamaños, desde treinta hasta cincuenta mil pesos, para damas, caballeros, señoritas y niños. Hay con diferentes diseños y colores. Los hay para todos los gustos.