Trampa de papel

Más de diez proyectos de reforma buscan combatir la corrupción. Muchos tienen ideas positivas, pero nada asegura que modificar las leyes sea suficiente para detener a los corruptos

SEMANA

La corrupción llegó al Congreso, y con formas contradictorias. La Fiscalía acaba de anunciar la compulsa de copias contra tres nuevos parlamentarios dentro de la investigación de pagos de sobornos millonarios del escándalo Odebrecht. La lista se amplió a cinco en total: Musa Besaile, Antonio Guerra de la Espriella, Ciro Rodríguez, Plinio Olano y Bernardo Elías.

Paradójicamente, de forma simultánea, desde distintos orígenes también están llegando al Capitolio cerca de 10 proyectos de ley para combatir la corrupción. El fiscal general, Néstor Humberto Martínez, radicó en la Cámara un amplio proyecto que, entre otros puntos, eleva de 10 a 15 años las penas para funcionarios que incurren en prácticas corruptas. Por su parte, el procurador Fernando Carrillo anunció propuestas para determinar la responsabilidad penal de empresas involucradas en lavado de activos.

El gobierno, además, presentará varias iniciativas para prohibir la casa por cárcel a los corruptos, hacer más transparente el sistema de identificación de los contratistas del Estado, y duplicar los términos exigidos para la prescripción de investigaciones. Y agregará otros cambios normativos en la reforma política, que establecerían la pérdida de investidura para quienes cometen irregularidades como violar los topes de financiación de las campañas y quebrantar otras reglas electorales. También buscará limitar a tres el número de periodos para los cuales puede ser elegido un congresista.

En el campo político también han surgido propuestas. El Centro Democrático busca –con dos actos legislativos– reducir el número de congresistas de 268 a 197, y congelar durante cuatro años el salario de los parlamentarios, que en el futuro solo se podría aumentar en el mismo porcentaje del salario mínimo.

También avanza el referendo contra la corrupción que lideran la senadora y precandidata Claudia López y su partido, la Alianza Verde, que contempla varios puntos: reducir los sueldos de congresistas y funcionarios; eliminar los beneficios judiciales para quienes sean condenados por delitos de corrupción; utilizar pliegos tipo para impedir prácticas corruptas en las licitaciones; obligar a los congresistas a rendir cuentas sobre su gestión; limitar a tres los periodos para los que puede ser elegido un congresista; y publicar las declaraciones de renta y bienes de todos los elegidos, entre otros. Esta iniciativa, si termina el trámite previsto en la ley, será sometida a votación de los colombianos. En la primera etapa recogieron 4,3 millones de firmas, cifra que cumple sobradamente el requisito previsto para la fórmula de iniciativa ciudadana.

La proliferación de proyectos tiene múltiples explicaciones. La primera es que la corrupción ha subido en la lista de problemas más graves, según las últimas encuestas. Más aún después de los escándalos de la financiación de las campañas presidenciales por la constructora brasileña Odebrecht, los sobreprecios y demoras en proyectos claves como el túnel de la Línea y Reficar y el todavía caliente carrusel de la contratación en Bogotá. Es un hecho que los colombianos quieren decisiones efectivas para evitar la corrupción y para castigar a quienes la cometen. Y en los comienzos de una nueva campaña electoral, es lógico que los aspirantes hagan propuestas sobre el tema. No solo porque son necesarias, sino porque con ellas marcan distancias frente a las detestadas prácticas corruptas y se posicionan como figuras de mano dura frente a este tipo de prácticas delictivas. Sin embargo, es pertinente preguntarse si este debate político contribuye a mejorar los instrumentos para combatir la corrupción.

Los expertos coinciden en que hay elementos positivos. Los temas de debate en las campañas sirven para pulir iniciativas, generar consenso frente a ellas y organizar prioridades para las agendas de los futuros gobernantes. Que la corrupción esté en el centro del tema político contribuye a hacerla visible y les hace difícil a las autoridades pasar de agache. Aunque las propuestas formuladas provienen de distintas fuentes y tienen conceptos divergentes, también tienen denominadores comunes que las fortalecen. La columna vertebral de las ideas planteadas hasta el momento apunta a objetivos comunes: la contratación del Estado, el trabajo del Congreso y la financiación de las campañas.

Sin embargo, modificar normas tiene limitaciones en cuanto a su eficacia para combatir la corrupción. La primera es que el propio Congreso es protagonista y, a la vez, uno de los principales objetos de reforma. Varias iniciativas se han hundido en los eternos trámites parlamentarios y la escasa voluntad política para hacer cambios en serio. La más reciente experiencia fallida, en la última legislatura, buscaba reducir los sueldos de los congresistas. Por ello la senadora Claudia López decidió buscar la vía del referendo, alternativa al Poder Legislativo, aunque implica un recorrido largo y tortuoso que, hasta ahora, en la mayoría de los intentos se ha frenado en algún punto.

También hay inquietudes por las motivaciones políticas de quienes asumen la bandera anticorrupción en época de campaña electoral. En muchos casos, más que una sincera búsqueda de mejores instrumentos de lucha, hay una estrategia de mercadotecnia electoral.

Otra limitación es que la normatividad solo es una de múltiples variables que explican la corrupción. Se necesitan campañas complementarias que pueden resultar más importantes en campos como la educación. El sacerdote Francisco de Roux enfatiza este aspecto. Dice que es fundamental “la formación ética y moral, que debe iniciarse en la infancia para hacer conscientes a los niños de la vulneración de su propia grandeza”.

Las reglas, por sí solas, no modifican los comportamientos. La experiencia de innovaciones normativas contra la corrupción en Colombia en los últimos años es amplia. En enero pasado el presidente Juan Manuel Santos firmó un decreto que aumenta los controles a entidades sin ánimo de lucro y en 2011 sacó adelante un Estatuto Anticorrupción. En 2012 se puso en marcha el Observatorio de Transparencia y Anticorrupción. En varias oportunidades –y bajo gobiernos distintos– en la Presidencia han operado consejerías, oficinas y zares especializados. Y desde 1994 se han intentado comisiones y figuras para alinear los esfuerzos de las distintas entidades del Estado y para darles más peso político a quienes lideran la lucha. Lamentablemente, la corrupción ha sobrevivido a todos esos esfuerzos.

Y hay un peligro adicional cuando el tema de la corrupción asume prominencia en el debate político: “Que aparezcan líderes mesiánicos que reclamen poderes autoritarios y disminuyan las garantías ciudadanas con el argumento de que es necesario para combatir la corrupción. Fue el caso de Fujimori en el Perú”, dice el jurista Rodrigo Uprimny. La mayoría de las dictaduras militares en el Cono Sur en la segunda mitad del siglo XX se justificaron a sí mismas de esa manera.

Finalmente, politizar la corrupción puede terminar en que la campaña se convierta en una cacería de brujas. “Atacar jurídicamente rivales políticos distrae el esfuerzo de ir afinando el proyecto de un país compartido”, dice Antanas Mockus. Y plantea el riesgo de que la campaña se ensucie en un lodazal de denuncias que reemplace al debate de las ideas.

Desde luego, la corrupción es un problema que requiere acciones inmediatas y contundentes. Y un buen debate ayuda a identificar acciones y a fortalecer consensos sobre cómo actuar. Pero los cambios de normas en sí mismos no son una panacea y pueden terminar en nuevos saludos a la bandera.

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