Juan Carlos Conde
Las administraciones municipales y distritales tienen la obligación de adoptar la metodología y procedimiento para el cobro de la Plusvalía; nadie lo discute y más considerando que de por medio están recursos económicos que, en mayor o menor cantidad, no pierden su vocación pública y su destinación a fines comunes. Sin perjuicio de lo anterior, ésta implementación no puede llevar al ideario falso ni a la expectativa colectiva equivocada, de ser la solución a los problemas urbanos en el corto o mediano plazo.
La plusvalía está concebida como mecanismo de participación del Estado en la riqueza o beneficio que se deriva de sus decisiones urbanísticas, las cuales pueden ir desde la autorización para obtener una mayor edificabilidad de los predios, pasando por el mejor aprovechamiento en materia de usos del suelo, hasta la incorporación de tierras rurales al perímetro urbano, situación que previamente requiere de la aprobación a los denominados planes parciales. En cualquiera de los supuestos anteriores es evidente que de por medio está la acción del Estado, procurando un mejor aprovechamiento económico de los inmuebles.
Sin embargo, a dicha acción urbanísticadebe acompañarle posteriormente la intención particular de los propietarios de la tierra, que solo se materializa a través del aprovechamiento real, materializado (i) en la licencia de construcción que autoriza la construcción de más pisos, (ii) en la licencia de urbanización con la cual se habilita el suelo no urbanizado o (iii) la licencia de construcción en la modalidad de adecuación que permite habilitar el inmueble a un uso más rentable. Los supuestos anteriores no necesariamente surgen inmediatamente después de la acción administrativa, sino que responden a las reglas propias del mercado.
De allí que siendo la oferta y la demanda el principal motor de impulso al desarrollo del suelo, resulte falaz y quizá ingenuo, presupuestar el crecimiento de una ciudad a partir de decisiones públicas, sin considerar la mano invisible o como quiera definirse al potencia que representa el mercado. No está llamado el Estado a través de sus municipalidades a formar un criterio errado sobre los ingresos públicos resultantes de la plusvalía, sino a modelar un sistema eficiente y práctico, con el cual se obtengan recursos de forma segura, sin someter al Estado a incontables demandas en su contra, pero sí a la confianza de ingresos seguros a corto, mediano o largo plazo.
La plusvalía, aun cuando goza de tres hechos generadores previamente numerados, debe ser racionalmente implementada toda vez que su cobro puede ser más costoso que el recaudo mismo pretendido. En ocasiones, la cuantía del recaudo no resulta tan significativo frente al esfuerzo que representa su correcta adopción, la cual compromete a no menos de tres Secretarías Municipales, que deben interactuar simultáneamente con otras entidades como el IGAC y la Oficina de Registro de Instrumentos Públicos, sin contar además con estudios previos para garantizar los avalúos de base y su comparativo con el valor potencial de los predios, derivado de la acción estatal.
Todo lo anterior sin olvidar que su simpleza inicial como parte del reparto equitativo de cargas y beneficios a nivel urbano, mutó a un engendro tributario complejo, por decisión del Consejo de Estado, que desechó la idea inicial de aceptarlo como un instrumento de gestión del suelo y no como un gravamen adicional, motivo actual de complejas discusiones por parte de tributaristas que conforme su formación, han buscado racionalizarlo desde la perspectiva rentística y no desde la mirada urbana original, afectando en buena medida a la gallinita de los huevos de oro.